sábado, 14 de julio de 2012

GOYO LÓPEZ

GOYO LÓPEZ                                                                                                                                     
Este es uno de los relatos de “Cuentos de la Bobe” de Susana Goldemberg, 
                                         nacida en una colonia de la Empresa Colonizadora del barón de Hirsch.

“Como se sucedían las crudas heladas nocturnas, hacía ya varios amaneceres que nos habíamos acostumbrado al extraño paisaje invernal.           
La escuelita rural parecía estar situada en un claro de ensueño, de opacos tonos, rodeada por impenetrables barreras de bruma. A medida que se iba aproximando la hora de entrar a clase, se agrandaba el grupo de niños, que al abrigo del viento, recostados en las viejas paredes, pateábamos el suelo para aliviar el dolor del frío en los pies. Algunos, los que viajaban en sulky, tuvieron ladrillos que las mamás calentaron y envolviéndolos en una bolsa, colocaron bajo sus gastadas alpargatas, para ayudarlos a soportar mejor el latigazo primero de las inclementes madrugadas.
Unos restregaban las manos y las soplaban con el vaporcito de su aliento para que pierdan su dureza y se aflojen los ateridos dedos. Otros las mantenían profundamente guardadas en sus bolsillos, incapaces de exponerlas al acero cortante del invierno. El vaho de la tierra nos encerraba en un mundo intangible. En forma borrosa y con mejor nitidez enseguida, veíamos aparecer las siluetas de nuestros compañeros.
El frío, que como pintor es muy pobre, supo encontrar en su paleta un tono vivo, para darnos a todos, pinceladas de rojo en la nariz.
Cascabelitos de risas infantiles, mitigaban con su candor, las penurias del clima.
Llegaba el maestro con su habitual dinamismo, con su caudal de energía y vitalidad. Cada mañana, al iniciar la jornada, parecía traer consigo un acopio sin fondo de exuberante entusiasmo y plenitud.
  - ¡Buenos días, niños!
  - ¡Buenos días, maestro!
Tomaba el maestro de los hombros y las cabecitas a los más pequeños y formábamos fila en el centro del patio, frente al mástil. Comenzaba la ceremonia de izar la bandera. En profundo y respetuoso silencio, con la firmeza de soldaditos y la mirada prendida al paño celeste y blanco, seguíamos sus pliegues hasta verla allí, desplegando su ala protectora, en gesto de bendición, para  sus niños. 
¡Qué argentinos nos sentíamos bajo su dichosa custodia!
Esa querida bandera simbolizaba la libertad, la igualdad, la fraternidad que tanto anhelaron nuestros padres. Significaba toda la gloria de nuestra patria: ¡Argentina! Significaba todo el orgullo de sabernos sus hijos. ¿Quién sentía frío entonces? El suave y dulce calorcito del amor al terruño anidaba en nuestro corazón y se hacía caricia a flor de piel.           
Mientras entrábamos al aula, el telón de vaporosa neblina, nos impedía saludar al brillante amigo sol, dorado compañero de los chicos campesinos. Éste que ahora velamos, era sólo un dibujito del sol. Un pálido y tímido círculo de cartulina, que no se atrevía a recortar los contornos de las cuchillas vecinas, perdido en un cielo sin colores, sin nubes ni pajaritos,
Ahora el maestro, puntero en mano, parece un director de orquesta. En la oscura partitura del pizarrón se lee:
      Voz activa – Primera conjugación: A M A R
      Modo indicativo – Tiempos simples.
 Y el coro monocorde de nuestras voces, repitiendo:
      Yo amo, …  Tú amas, ... Él ama, …
En ese instante un cuadro desacostumbrado interrumpe la lección.
Recortándose en el marco de la puerta, un racimo, un grupo humano formando una figura única. Los conocemos. Todos conocemos a Goyo López.
Goyo López es el centro de esa imagen. Se apretujan contra él sus cuatro hijos mayores. Tienen los ojos clavados en el piso. Goyo López murmura algo y todos se quitan las gorras.
El silencio de la clase es notable. Nuestra atención queda atrapada con la imprevista visita.
Entonces el maestro se adelanta.
  - Buenos días, Goyo. Buenos días, muchachos.
  - Buenos días maestro.
Y otra vez el silencio.
  - ¿En qué puedo serte útil, Goyo? ¿Andás necesitando algo?
El maestro espera, con gesto cordial. Goyo da muchas vueltas al sombrero que tiene entre sus manos. Sus hijos no se han movido. Por fin, el peón mira al maestro a la cara y dice, primero con dificultad, pero a medida que habla con mayor firmeza:
 - Vea, señor maestro. Yo tengo estos muchachos ya crecidos y tres más en el rancho. No me falta trabajo; los colonos son buenos y me llaman siempre que hay una changa. Además, sin que les pida, han vestido a los más chicos y hasta caramelos les dan cuando van a sus casas. Pero desde hace un tiempo, a mi patrona y a mí, nos están llenando la cabeza con eso de tener que mandar mis hijos a la escuela. Al principio nos reíamos. ¿Para que querrán saber leer y escribir los gurises de un pobre gaucho? yo me decía. Pero ellos siguen aconsejándome. En cuanto me ven, me preguntan: ¿Y don Goyo? ¿Habló con el maestro? O a mi señora, no falta una mujer que me la ataje: - Es por el bien de sus hijos, cuando sean hombres se lo van agradecer. El estudio nunca está de más.
Y así, día tras día, hasta que me decidí a venir a verlo. Maestro, voy a ser sincero con usted. Yo no creo mucho en esas cosas de los libros. Para mí, si el hombre es guapo, no le saca el cuerpo al trabajo, esquiva a los vicios y tiene suerte, le va bien. No me convence que la cosa va a cambiar, así nomás, porque el pobre sea instruido. Además, señor maestro, usted perdonará, pero he de hablarle francamente. Tengo miedo. No vaya a ser que en la escuela, donde van los hijos de esa gente que parecen tan de paz y tan de trabajo, pero que han venido no sé de dónde, que ni hablar en criollo saben, se les enseñe cosas malas a los muchachos. Y hay algo más, señor maestro. Y es que ellos andan temerosos de que usted les pegue ¿sabe?
El maestro miró con simpatía a Goyo y a cada uno de sus hijos. Luego dijo:
  - Mirá Goyo: vos y yo vamos a hacer un trato. Prometeme que desde mañana mismo me vas a mandar todos los días tus chicos a clase, bien lavaditos y peinados. Que eso sí, a la escuela no se falta nunca y se viene bien aseado. Por mi parte, me comprometo a enseñarles a tus hijos a leer y escribir, a sacar cuentas y a conocer la Patria. En cuanto a pegarles, quedate tranquilo Goyo; seré, como es mi deber, un segundo padre para ellos.
Goyo López vio la mano extendida del maestro y se la apretó diciendo:    
  - Trato hecho señor.
Pasaron los días y los hermanos López eran nuestros compañeros, en los senderos que van a la escuela, en las lecciones, en los juegos del recreo.
¿Qué pensarán Goyo y su mujer cuando en el interior del rancho, los vean aplicados, a la luz de una vela, luchando contra el sueño, para poder cumplir con los deberes escolares?
Una mañana en la que estaba concentrada en la solución de un difícil problema de aritmética, el codo de una compañera y su rápida mirada, me advirtieron una novedad. Los cristales de una ventana, reflejaban el rostro oscuro de Goyo López. Bajo la negra curva del sobrero, el brillo de sus pupilas parecía acariciar los torsos inclinados de sus hijos. Los miraba, absortos en su tarea, rodeados por los hijos de los colonos que seguían con igual atención, cada uno en su cuaderno, el tema de trabajo.
Mientras tanto, el maestro se paseaba entre los bancos, haciendo indicaciones.
Allí, aprendiendo, instruyéndose, educándose, estaban sus gurises. En eso, sus ojos se encontraron con los míos. Al verse descubierto, desapareció.
Llegó el 9 de Julio.
Las fiestas históricas se conmemoraban en las colonias con la misma unción y fe que las fiestas religiosas. (…)
Los héroes patrios, San Martín, Belgrano, Sarmiento, eran reverenciados como los más grandes profetas.
Nadie trabajaba en los días de fiesta patria. Desde varias semanas antes comenzaban los preparativos.
Con los trajes de las grandes ocasiones, todas las familias asistían a la escuela que embanderada y florida, lucía un palco enmarcado en palmas. Un violinista de una colonia vecina, especialmente contratado, se encargaba de animar la reunión. Abundante comida, alegres bailes para la juventud y el aporte de todos para la cooperadora escolar. Eran acontecimientos memorables. Muchos días después continuaban los comentarios de su esplendor.
Jamás faltaba el cuadro vivo de la niña que con su gorro frigio y su rama de laurel, representaba a la Patria. Y las poesías, trabajosamente memorizadas y largamente ensayadas, dejaron indelebles estrofas en la memoria de los que, hoy abuelos, las recitaron, con mucho susto, con grandes ademanes rítmicos y el estruendoso aplauso final.
Ese 9 de Julio el maestro anunció:
 - Ahora, el alumno Luciano López, nos hará escuchar una composición que él mismo escribió y que sus compañeros eligieron como la más linda para que sea leída en este acto.
Entre el público, Goyo López y su señora, que también habían concurrido con sus mejores ropas, observaban todo con admiración y respeto.
Las últimas palabras del maestro los dejaron desconcertados. ¿Habían entendido bien? ¿Luciano leería lo que él mismo escribió? ¿Sus compañeros opinaron que era el que escribió mejor? ¿Escribir mejor? ¿Leer mejor? ¿Nuestro Luciano?
En efecto, Luciano estaba en el palco. Luciano estaba leyendo. En sus manos, su cuaderno, que doña Sara había forrado de azul, cuando se lo pidió para ver sus adelantos escolares.
¿Qué decía Luciano?
En verdad leía lindo. A Goyo le pareció que se le podía notar su gran orgullo. ¿Cómo disimularlo? Se esforzaba por prestar atención a la lectura de su hijo. No podía. Sólo miraba y pensaba: - Es Luciano.
Los aplausos lo tomaron desprevenido. Comenzó a aplaudir. Luego se puso incómodo. ¿Debería aplaudir él también? Y entonces, no supo por qué,  aplaudió fuerte, muy fuerte con sus poderosas manos de trabajador. Aplaudía a Luciano, su hijo, que aprendió tan bien y tan buenas cosas. Aplaudía al maestro, que demostró ser hombre de palabra y cumplió con el trato establecido. Aplaudía a ese 9 de Julio cabal, que reunía a criollos y gringos en una escuelita rural, para honrar a la Patria en sus días de gloria.
Cuando la fiesta estuvo en su apogeo, en un apartado rincón de la reunión, tuvo un maestro argentino el mejor concepto de su carrera docente.
Un peón analfabeto, don Goyo López, se le acercó, le estrechó la mano y le dijo solamente:
  - Señor Maestro, es usted un gaucho de ley.

                                                                                   * * *                          oscarpascaner.blogspot.com

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