GOYO LÓPEZ
GOYO LÓPEZ
Este es uno de los relatos de “Cuentos de la Bobe” de Susana Goldemberg,
Este es uno de los relatos de “Cuentos de la Bobe” de Susana Goldemberg,
nacida en una colonia de la Empresa Colonizadora del barón de Hirsch.
“Como se sucedían las crudas heladas nocturnas, hacía ya varios
amaneceres que nos habíamos acostumbrado al extraño paisaje invernal.
La escuelita rural parecía estar situada en un
claro de ensueño, de opacos tonos, rodeada por impenetrables barreras de bruma.
A medida que se iba aproximando la hora de entrar a clase, se agrandaba el
grupo de niños, que al abrigo del viento, recostados en las viejas paredes,
pateábamos el suelo para aliviar el dolor del frío en los pies. Algunos, los
que viajaban en sulky, tuvieron ladrillos que las mamás calentaron y
envolviéndolos en una bolsa, colocaron bajo sus gastadas alpargatas, para
ayudarlos a soportar mejor el latigazo primero de las inclementes madrugadas.
Unos
restregaban las manos y las soplaban con el vaporcito de su aliento para que
pierdan su dureza y se aflojen los ateridos dedos. Otros las mantenían
profundamente guardadas en sus bolsillos, incapaces de exponerlas al acero
cortante del invierno. El vaho de la tierra nos encerraba en un mundo
intangible. En forma borrosa y con mejor nitidez enseguida, veíamos aparecer
las siluetas de nuestros compañeros.
El
frío, que como pintor es muy pobre, supo encontrar en su paleta un tono vivo,
para darnos a todos, pinceladas de rojo en la nariz.
Cascabelitos
de risas infantiles, mitigaban con su candor, las penurias del clima.
Llegaba
el maestro con su habitual dinamismo, con su caudal de energía y vitalidad.
Cada mañana, al iniciar la jornada, parecía traer consigo un acopio sin fondo
de exuberante entusiasmo y plenitud.
- ¡Buenos
días, niños!
- ¡Buenos días, maestro!
Tomaba
el maestro de los hombros y las cabecitas a los más pequeños y formábamos fila
en el centro del patio, frente al mástil. Comenzaba la ceremonia de izar la
bandera. En profundo y respetuoso silencio, con la firmeza de soldaditos y la
mirada prendida al paño celeste y blanco, seguíamos sus pliegues hasta verla
allí, desplegando su ala protectora, en gesto de bendición, para sus niños.
¡Qué argentinos nos sentíamos bajo su dichosa custodia!
¡Qué argentinos nos sentíamos bajo su dichosa custodia!
Esa
querida bandera simbolizaba la libertad, la igualdad, la fraternidad que tanto
anhelaron nuestros padres. Significaba toda la gloria de nuestra patria:
¡Argentina! Significaba todo el orgullo de sabernos sus hijos. ¿Quién sentía
frío entonces? El suave y dulce calorcito del amor al terruño anidaba en
nuestro corazón y se hacía caricia a flor de piel.
Mientras
entrábamos al aula, el telón de vaporosa neblina, nos impedía saludar al brillante
amigo sol, dorado compañero de los chicos campesinos. Éste que ahora velamos,
era sólo un dibujito del sol. Un pálido y tímido círculo de cartulina, que no
se atrevía a recortar los contornos de las cuchillas vecinas, perdido en un
cielo sin colores, sin nubes ni pajaritos,
Ahora
el maestro, puntero en mano, parece un director de orquesta. En la oscura
partitura del pizarrón se lee:
Voz activa – Primera conjugación: A M A R
Modo indicativo – Tiempos simples.
Y el coro monocorde de nuestras voces, repitiendo:
Yo amo, … Tú amas, ... Él ama, …
En ese instante un cuadro desacostumbrado interrumpe la lección.
Recortándose en el marco de la puerta, un racimo, un grupo humano
formando una figura única. Los conocemos. Todos conocemos a Goyo López.
Goyo López es el centro de esa
imagen. Se apretujan contra él sus cuatro hijos mayores. Tienen los ojos
clavados en el piso. Goyo López murmura algo y todos se quitan las gorras.
El silencio de la clase es notable. Nuestra atención queda atrapada
con la imprevista visita.
Entonces el maestro se adelanta.
- Buenos días, Goyo. Buenos días, muchachos.
- Buenos días maestro.
Y otra vez el silencio.
- ¿En qué puedo serte útil, Goyo? ¿Andás
necesitando algo?
El
maestro espera, con gesto cordial. Goyo da muchas vueltas al sombrero que tiene
entre sus manos. Sus hijos no se han movido. Por fin, el peón mira al maestro a
la cara y dice, primero con dificultad, pero a medida que habla con mayor
firmeza:
- Vea, señor maestro. Yo tengo estos
muchachos ya crecidos y tres más en el rancho. No me falta trabajo; los colonos
son buenos y me llaman siempre que hay una changa. Además, sin que les pida,
han vestido a los más chicos y hasta caramelos les dan cuando van a sus casas.
Pero desde hace un tiempo, a mi patrona y a mí, nos están llenando la cabeza
con eso de tener que mandar mis hijos a la escuela. Al principio nos reíamos.
¿Para que querrán saber leer y escribir los gurises de un pobre gaucho? yo me
decía. Pero ellos siguen aconsejándome. En cuanto me ven, me preguntan: ¿Y don
Goyo? ¿Habló con el maestro? O a mi señora, no falta una mujer que me la ataje:
- Es por el bien de sus hijos, cuando sean hombres se lo van agradecer. El
estudio nunca está de más.
Y así, día
tras día, hasta que me decidí a venir a verlo. Maestro, voy a ser sincero con
usted. Yo no creo mucho en esas cosas de los libros. Para mí, si el hombre es
guapo, no le saca el cuerpo al trabajo, esquiva a los vicios y tiene suerte, le
va bien. No me convence que la cosa va a cambiar, así nomás, porque el pobre
sea instruido. Además, señor maestro, usted perdonará, pero he de hablarle
francamente. Tengo miedo. No vaya a ser que en la escuela, donde van los hijos de
esa gente que parecen tan de paz y tan de trabajo, pero que han venido no sé de
dónde, que ni hablar en criollo saben, se les enseñe cosas malas a los
muchachos. Y hay algo más, señor maestro. Y es que ellos andan temerosos de que
usted les pegue ¿sabe?
El maestro miró con simpatía a Goyo y a cada uno de sus hijos. Luego
dijo:
- Mirá Goyo: vos y yo vamos a hacer un trato.
Prometeme que desde mañana mismo me vas a mandar todos los días tus chicos a
clase, bien lavaditos y peinados. Que eso sí, a la escuela no se falta nunca y
se viene bien aseado. Por mi parte, me comprometo a enseñarles a tus hijos a
leer y escribir, a sacar cuentas y a conocer la Patria. En cuanto a pegarles,
quedate tranquilo Goyo; seré, como es mi deber, un segundo padre para ellos.
Goyo
López vio la mano extendida del maestro y se la apretó diciendo:
- Trato
hecho señor.
Pasaron los días y los
hermanos López eran nuestros compañeros, en los senderos que van a la escuela,
en las lecciones, en los juegos del
recreo.
¿Qué pensarán Goyo y su
mujer cuando en el interior del rancho, los vean aplicados, a la luz de una
vela, luchando contra el sueño, para poder cumplir con los deberes escolares?
Una mañana en la que estaba
concentrada en la solución de un difícil problema de aritmética, el codo de una
compañera y su rápida mirada, me advirtieron una novedad. Los cristales de una
ventana, reflejaban el rostro oscuro de Goyo López. Bajo la negra curva del
sobrero, el brillo de sus pupilas parecía acariciar los torsos
inclinados de sus hijos. Los miraba, absortos en su tarea, rodeados por los
hijos de los colonos que seguían con igual atención, cada uno en su cuaderno,
el tema de trabajo.
Mientras tanto, el maestro
se paseaba entre los bancos, haciendo indicaciones.
Allí, aprendiendo,
instruyéndose, educándose, estaban sus gurises. En eso, sus ojos se encontraron
con los míos. Al verse descubierto, desapareció.
Llegó el 9 de Julio.
Las fiestas históricas se
conmemoraban en las colonias con la misma unción y fe que las fiestas
religiosas. (…)
Los héroes patrios, San Martín,
Belgrano, Sarmiento, eran reverenciados como los más grandes profetas.
Nadie trabajaba en los días
de fiesta patria. Desde varias semanas antes comenzaban los preparativos.
Con los trajes de las
grandes ocasiones, todas las familias asistían a la escuela que embanderada y
florida, lucía un palco enmarcado en palmas. Un violinista de una colonia vecina, especialmente
contratado, se encargaba de animar la reunión. Abundante
comida, alegres bailes para la juventud y el aporte de todos para la cooperadora
escolar. Eran acontecimientos memorables. Muchos días después continuaban los
comentarios de su esplendor.
Jamás faltaba el cuadro vivo
de la niña que con su gorro frigio y su rama de laurel, representaba a la
Patria. Y las poesías, trabajosamente memorizadas y largamente ensayadas, dejaron
indelebles estrofas en la memoria de los que, hoy abuelos, las recitaron, con
mucho susto, con grandes ademanes rítmicos y el estruendoso aplauso final.
Ese 9 de Julio el maestro
anunció:
- Ahora, el
alumno Luciano López, nos hará escuchar una composición que él mismo escribió y
que sus compañeros eligieron como la más linda para que sea leída en este acto.
Entre el público, Goyo López y su señora, que
también habían concurrido con sus mejores ropas, observaban todo con admiración
y respeto.
Las últimas palabras del
maestro los dejaron desconcertados. ¿Habían entendido bien? ¿Luciano leería lo
que él mismo escribió? ¿Sus compañeros opinaron que era el que escribió mejor?
¿Escribir mejor? ¿Leer mejor? ¿Nuestro Luciano?
En efecto, Luciano estaba en
el palco. Luciano estaba leyendo. En sus manos, su cuaderno, que doña Sara
había forrado de azul, cuando se lo pidió para ver sus adelantos escolares.
¿Qué decía Luciano?
En verdad leía lindo. A Goyo
le pareció que se le podía notar su gran orgullo. ¿Cómo disimularlo? Se
esforzaba por prestar atención a la lectura de su hijo. No podía. Sólo miraba y
pensaba: - Es Luciano.
Los aplausos lo tomaron
desprevenido. Comenzó a aplaudir. Luego se puso incómodo. ¿Debería aplaudir él
también? Y entonces, no supo por qué, aplaudió fuerte, muy fuerte con sus poderosas
manos de trabajador. Aplaudía a Luciano, su hijo, que aprendió tan bien y tan
buenas cosas. Aplaudía al maestro, que demostró ser hombre de palabra y cumplió
con el trato establecido. Aplaudía a ese 9 de Julio cabal, que reunía a
criollos y gringos en una escuelita rural, para honrar a la Patria en sus días
de gloria.
Cuando la fiesta estuvo en
su apogeo, en un apartado rincón de la reunión, tuvo un maestro argentino el
mejor concepto de su carrera docente.
Un peón analfabeto, don Goyo
López, se le acercó, le estrechó la mano y le dijo solamente:
- Señor
Maestro, es usted un gaucho de ley.
* * * oscarpascaner.blogspot.com
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