sábado, 14 de julio de 2012

EL HIJO DEL COLONO

EL HIJO DEL COLONO                                                                                                                                    relato de Susana Goldemberg    
de su obra “Cuentos de la Bobe”  

I                                                                                    
  
"Como baña la luna de claridad los campos; como espeja el arroyo el verdor de los sauces; como desborda la cigarra su chirriar de la siesta; así nos criamos desbordados de amor al trabajo de campo. Desde la mañana a la noche, respirábamos el ambiente de intensa contracción a las labores del arado, siembra, cosecha y tambo. Prendió en los hijos, muy arraigado, muy hondo, esa herencia de apego a la naturaleza, a la vida austera, al olor agreste del surco abierto y de las mañanas diáfanas, a la convivencia con los hombres sencillos y fuertes, con los animales, con los árboles.
Veíamos a nuestros padres velar con esmerada dedicación por cada metro de las ciento cincuenta hectáreas de la propiedad. Arrancando el brote de un abrojo, cuidando un animal enfermo, vigilando, arreglando, esperando… y trabajando, ¡trabajando con amor! Recuerdo que una vez, mi mamá ordeñaba en el corral. Después de acercar el ternero a la vaca, para que dé las primeras mamadas y baje la leche, lo ató a un poste. Estaba mamá inclinada sobre el balde cuando escuchó el golpe; un caballo mató de una tremenda coz al ternero. Largo rato permaneció junto al animalito inmóvil. Le remordía el hecho de haberlo atado, de estar ordeñando la vaca cuando el caballo mató a su ternero, de no poder prever el accidente. Luego indicó que se le sacara el cuero, para, al menos, tener un retazo de esa vida. Es el cuero suavemente curtido, que bajo el escritorio, protege mis pies del frío y mantiene vivo en mí ese ejemplo de humildad y compasión por los animales. Mis padres los atendían solícitos, considerándoles más por cariño, por sentimiento, que por su valor económico. Tal es así, que cuando el carnicero sacrificaba un animal criado en nuestro campo, ese día en casa, no se comía  carne. ¡Cómo me gustaba el campo! ¡Cómo hubiese querido ser labriego! Pero éramos nueve hermanos, y tuve que encarar la vida en otro sentido. El campo no podía alimentarnos a todos. Mi hermano, cuatro años mayor que yo, se desempeñaba resueltamente y animosamente en la chacra. Él quedaría en el campo. Yo había completado los cuatro grados de la escuela y tenía que buscarme un porvenir.
Diez años antes se había creado, cerca de Paraná, la Escuela Alberdi. Llegaban noticias de su eficiencia y rectitud. Por las dificultades para costear el estudio, en 1914, un título de Maestro Rural resultaba un importante jalón en la carrera de un joven.

                                                             II

En una cerrada curva de las vías, el tren aminoraba la marcha; allí nos arrojábamos los muchachos para ahorrarnos la caminata de cuatro kilómetros desde la estación Tezanos Pinto.

¡Querida Escuela Alberdi! ¡Cuántos recuerdos se agolpan cuando te nombro!               Los primeros meses de llanto escondido, extrañando la casa. Las horas de ahínco sobre los libros para vencer las trabas ocasionadas por el escaso conocimiento del idioma, más aprendido entre los gauchos que entre las páginas literarias o el contacto con otros grupos sociales… padres, hermanos, profesores, compañeros.
La Escuela Alberdi otorgaba el título de Maestro Normal Rural Agropecuario e Industrial. Me preparé sólo el ingreso y aprobé quinto grado libre. Cursé como pupilo sexto grado porque también allí funcionaba una escuela primaria.
Papá enviaba los veinticinco pesos mensuales de mi pensión. Esto, agregado a la compra de libros, útiles escolares y otros gastos indispensables, representaba para el pobre colono, un sacrificio nada pequeño. Pero lo realizaba con gusto porque estaba destinado a los estudios del hijo.
Con la base de esa responsabilidad me estaba formando.

                                                            III

Egresado de sexto grado, hice un año más de preparatorio. Consistía este curso en el desarrollo del programa del año anterior, pero dictado por un profesor especial para cada materia.
Resultó de gran ayuda para los muchachos que, como yo, teníamos mucha voluntad para instruirnos, pero poca ejercitación, para ingresar al magisterio.
Agrupados diez a quince chicos, que vivíamos en la misma escuela, asistíamos además, a las clases prácticas. Por mi origen campesino, en estas actividades, me desenvolvía con destreza. Aprendí técnicas fundamentales de suma importancia para la explotación agropecuaria; manejo del tambo y gallinero, cerdos, abejas, elaboración de queso, crema manteca, chacinados, miel; citrus, jardinería, huerta, arboricultura, prácticas de siembra y cosecha; mecánica, carpintería…
Cada trabajo se hacía en grupos y por turno, bajo el asesoramiento de un especialista. Si cavábamos un pozo para plantar un árbol, si dibujábamos un mapa, si injertábamos un frutal, todo era técnica, ciencia, sabiduría, perfección.
Regresé en mis primeras vacaciones y al llegar encontré a papá, mi hermano y otro hombre, dedicados a un trabajo agobiador: engrasaban las ruedas del carro. Los carros eran pesadísimos. Levantarlos requería el esfuerzo superior a tres o más hombres. Yo había visto en la escuela hacer palanca con un palo calzado al carro, que se inclinaba hasta permitir su apoyo en dos patas plegables sujetas por un tornillo. Expliqué ese mecanismo a papá.
Él, que en Rusia había sido estudiante de filosofía, en Entre Ríos era labrador, boyero, carpintero, albañil, pocero… Pero era, además, un adaptador temprano de las nuevas técnicas del agro.
Así, me escuchó con atención y llevándome por los hombros hasta la cocina, le dijo sonriendo a mamá:
  - Servile algo de comer al chico, que después lo necesito para que me explique algunas cosas importantes que aprendió en la escuela.
¡Y me sentí tan contento!

                                                             IV

Estuve cinco años en la Escuela Alberdi, pues completé con tres la Normal. Por la mañana  recibíamos instrucción teórica y a la tarde realizábamos los prácticos. Muy tempranito nos desayunábamos: café, con leche de nuestro tambo y pan casero. Hasta las doce permanecíamos en las aulas, cumpliendo el programa del Magisterio. Luego íbamos a los dormitorios a cambiarnos la ropa. Nos vestíamos con ropa de trabajo: pantalón, blusa azul de brin y alpargatas. Después de almorzar, un pequeño descanso e iniciábamos los trabajos prácticos dispersándonos con nuestros profesores, en las distintas secciones.   La campana grande de la torre anunciaba que ya era hora de regresar.

En el baño común, en forma circular, del techo perforado, una lluvia  fresca sorprendía nuestra piel. Nos vestíamos nuevamente con traje para tomar la merienda. Enseguida la campana chica, que colgaba del aljibe del patio, ordenaba ir a estudiar. Cada grupo marchaba a su aula a preparar las lecciones para el día siguiente. Durante dos horas estudiábamos bajo la dirección de un profesor. Los profesores se turnaban y siempre estaban presentes para que los consultemos sobre cualquier asignatura.
Uno de los recuerdos más gratos de mi vida escolar, es precisamente, este amparo, esta protección de mis maestros.
Otra imagen nítida que guardo, es la de los primeros años, cuando luego de la cena, en el dormitorio, picantes los ojos de sueño, dolorido de cansancio, pero empecinado y tesonero, me dedicaba a superar mi pobre vocabulario, a vencer los problemas, a aprender, a ganarme una beca que aliviara los gastos de mi estudio. A la luz de una vela le debo la beca con la que cursé los tres años de la Normal. Esa beca consistía en el pensionado gratuito más cinco pesos mensuales.
Papá firmó un acuerdo por el cual, cuando yo me recibiese, ejercería primero en la campaña.
Al acto de recepción, cargado de solemnidad, concurrieron el Gobernador y las autoridades del Ministerio de Educación (de la provincia de Entre Ríos).
Sentido y magnífico homenaje a los maestros rurales que habrían de emprender una lucha contra la ignorancia de los olvidados por todos, en los rincones salvajes de la Patria, dedicando su vida a los hijos del gaucho, futuro de una Argentina mejor.
La Escuela Alberdi nos había formado maestros, no sólo capacitados, sino, y por sobre todas las cosas: moralmente íntegros. Y maestros de vocación.
Era el 30 de noviembre de 1919. 

                                                                  V

El 1º de marzo de 1920 llegó mi nombramiento como director de la Escuela Nº 17 de Altamirano Norte, Departamento de Rosario Tala. Nadie sabía donde quedaba. Viajé a Rosario Tala para informarme.
Y un amanecer salí de casa rumbo a mi escuela. Mi hermano mayor me acompañaba. Íbamos en sulky llevando otro caballo de tiro, sabiendo que a buen paso llegaríamos a la noche. La escuela estaba situada en plena selva del  Montiel. El camino era sólo una mala huella grabada en la soledad. Una legua antes de llegar, ya no pudimos seguir en sulky; el instinto del caballo, internándose en la espesura del monte, nos llevaría. Dimos con la casa del comisario, don Pedro Garay. Éste nos hizo acompañar con un agente. No se podía atravesar el bosque sin alguien muy práctico. En un claro apareció la escuela. Los dueños del lugar, la familia de Pedro Martínez, vivían al lado. Durante largos años fueron mis amigos. Eran muy pobres y muy buenos. Tenían ovejas y algunos pocos caballos y vacas. Aunque la tierra les pertenecía no sabían explotarla. Vivían de la lana y la leña que vendían en Rosario Tala, transportándola en carretas a través de doce leguas de monte.
La escuela tenía un techo bajito de paja, a dos aguas, desnudas paredes de adobe (barro), una puerta y una ventanita. Al lado, una habitación de chapas, que oficiaba de cocina y dormitorio, era la vivienda de la directora; una señorita que vivía con una criada, ancianas las dos. Cuando la viejita me vio, se largó a llorar. Lloraba pidiéndome que me vaya, que no le quite el puesto.
Lloraba la maestra y lloraba mi hermano suplicándome que no me quede en esa selva, que regrese con él. Tenía miedo de dejarme ¡tan solo! Yo era muy joven y me sentí confundido. También tuve miedo. Me avergonzaban las lágrimas de la mujer. Impresionados, regresamos,
El comisario, un hombre como hay pocos, me habló suave y firmemente a la vez: la mujer era una maestra sin título. Por ella no debía preocuparme, pues tenía familiares. ¡Pero la escuela estaba sin alumnos! Él mismo tenía sus hijos en otra escuela. Si yo renunciaba, designarían en el acto otro maestro y mi gesto generoso, sería inútil. Debía quedarme. Me estaban necesitando…
Allí mismo redacté mi toma de posesión que el comisario llevaría al otro día al Inspector de Escuelas que vivía en Estación Sola.
Mi hermano, que no se resignaba y no compartía mi decisión, partió sollozando en el sulky. Me dejó su caballo y me prestó su apero.

                                                               VI

Mi primera tarea era la de levantar un censo escolar.
¿Cuántos chicos vivían tras los muros de los espinillos que limitaban la escuela? Tenía que contarlos rancho por rancho.
Don Pedro Martínez, baqueano de 82 años -su madre centenaria vivía con él- me acompañaba para que no me perdiera. Esa tarea me llevó más de un mes.   
A la mañana daba clase con el puñado de gurises que comenzaron a aparecer cuando corrió la noticia de mi llegada. Por la tarde iba con don Pedro a caballo, paso a paso por la selva, continuando mi censo, conociendo mi gente.
Las mujeres nos recibían, salvándonos del enjambre de perros toreadores, con un amable
  - Abajesé si gusta. -Y en seguida- ¿Qué mate se va a servir? -ofreciendo dulce o amargo.
Poco a poco brotaban de imprevistos agujeros, mis futuros alumnos, flacos, desgreñados, curiosos. Yo observaba estremecido tanta miseria.
El problema de mi gente era terrible. El problema de mi gente era ¿qué comer? No había alegría en esas mujeres. En cambio a sus hombres se los veía en los boliches, siempre muy concurridos, con sus caballos pintones bien ensillados. Consideraban descortés entrar sin hacer algún gasto; se sentían obligados a tomar una copita. Y si tenían otra moneda, a convidar.
¡Menuda tarea me esperaba!
En cada familia me llevaba varias horas combinar el horario de los chicos para que vengan los mayores cuando en el rancho no los necesitaran. O cuando disponían de caballo o cuando podían acompañar a los más pequeños que no podían ir solos por los peligros del monte.
Dolorido por verme rodeado de infortunios y padecimientos y por las fatigas del paso en el monte, regresaba recién a la noche a enfrentar otra batalla; la desinfección y aseo de la escuela.
Las ovejas, atacadas de lombrices, agobiadas por una tos persistente, insufrible, buscaban alivio en el interior del rancho. Tuve que cercar la escuela  con ramas. Además terminar con pulgas, ahuyentar lauchas y ratas de sus  escondrijos. Tuve perros guardianes, eficaces contra víboras y gatos monteses.
EI método de cercar el claro de la escuela con ramas de espinillo, me  sirvió más adelante como demostrativo para mi gente, cuando comencé a inculcarles la práctica de la huerta familiar.
La primera cosecha fue un triunfo. Me resultó difícil que aceptaran las verduras como alimento y comprendieran su real valor nutritivo.
  - Señor maestro -me decían- comer lechuga es ¡como comer pasto!
 Pero ya había distribuído 57 niños en los turnos mañana y tarde.

                                                               VII

Tuve que volver a mi casa por un par de días para traer mis pertenencias y algunos libros. Entonces cobré mi primer sueldo. Me correspondían 120 pesos como maestro, más 10 pesos como director, hacían 130 pesos. Descontando lo correspondiente a jubilación y cobro del giro, recibí 124 pesos con 80 centavos.
Pasé por Villaguay, en la talabartería de Vuoto, con mi primer sueldo compré un apero completo, desde el rebenque hasta el mandil, todo de primera calidad, y “lindazo”, por 80 pesos.
Envolví el apero que me prestó mi hermano, monté en el cuero nuevo que crujió deliciosamente a mis oídos y seguí hacia la colonia. Al doblar el caminito de mi casa, tomé las riendas cortas y adopté un porte marcial. Me sentí un héroe.

                                                                 VIII

Organicé un trabajo metódico, lleno de iniciativas y hasta poesía, que no sé cómo surgían en el mundo que me rodeaba.
El 21 de setiembre decidí festejar la llegada de la primavera. Todos mis alumnos recitaron, cantaron y actuaron en comedias infantiles. Los hombres se lucieron en las guitarreadas. Las mujeres en la preparación del locro. Los jóvenes bailaron. El público concurrió en número increíble. Yo miraba asombrado, preguntándome ¿Cómo se enteraron? ¿De dónde viene tanta gente? Hablé con ellos. Venían de la selva a la escuela. Querían a la escuela, comprendían que era buena para sus hijos. Y querían al maestro.
Al año siguiente cumplí mi deber con el ejército.
Cuando regresé, me contaron las madres que prendieron velas a los santos, pidiendo que el señor maestro se salve del Servicio Militar y no se vaya. Mi gente comenzó a considerarme como algo suyo. Me llenó de orgullo.

                                                                      IX

Se agachó al cruzar el umbral.
Ahí mismo descubrió 35 niños en disciplinada tarea en el aula.
El asombro ante lo inesperado, hizo que se incorporara antes de tiempo. El señor Inspector, en su primera visita a mi escuela, se golpeó la cabeza en el horcón.
 - ¡Cuántos chicos! -dijo a modo de presentación llevándose la mano a la frente dolorida.
Y observó desde la puerta otro grupo, que en su hora de horticultura, raleaba el cantero de cebollines. Luego se dedicó a examinar a los niños y permaneció todo ese día en la escuela.
¡Señor Inspector! ¡Cuánto lo esperaba! Se lo digo ahora, después de cincuenta y cinco años. Años entregados de cuerpo entero a la docencia. De desvelos y preocupaciones de incesantes afanes de renunciamientos. De amor a la infancia y a la escuela. ¡Años de maestro rural! ¡Cuántos niños pasaron a mi corazón durante tanto tiempo! ¡Escucharon mi voz, compartieron mi asombro por la vida del hombre, sintieron mi calor, siguieron mis consejos, comprendieron mi risa y mi llanto! ¡Cuántos años compartidos con mi santa compañera, maestra del alma también, por el deber cumplido en el más noble de los apostolados!
Llegó el tiempo de hablar lo que callamos. Quiero decírselo ahora: ¡Cuánto lo necesité Señor Inspector! ¡Cómo le agradezco su visita! Solo y desorientado, sin la sombra protectora de los profesores, sin guía, vivía angustiado ante la duda de saber si realmente estaba bien encaminado. Si mi trabajo intenso era eficaz, si cumplía correctamente con la tremenda responsabilidad de educar.
Durante todo el ejercicio de mi docencia, tuve muchas visitas de Inspectores. Muchas notas conceptuosas sobre mi desempeño. Palabras grandilocuentes para describir la humilde labor de un artesano de hombres. Todas ellas me alentaron. Todas fueron mi acicate y la paz de mi conciencia.
Pero su nota, señor Inspector, aquella primera constancia que redactó en un ranchito del Montiel, le otorgó a un joven maestro, la confianza en sus posibilidades y la seguridad en los elevados alcances de su misión. La última línea de esa nota es:

  - “... maestros como el señor G. son los que necesita la Patria para su engrandecimiento”. 

                                                                        * * *                             oscarpascaner.blogspot.com

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