EL HIJO DEL COLONO
EL HIJO DEL COLONO relato de Susana Goldemberg
de su obra “Cuentos de la Bobe”
de su obra “Cuentos de la Bobe”
I
"Como baña la luna de claridad los campos; como espeja el arroyo el verdor de los sauces; como desborda la cigarra su chirriar de la siesta; así nos criamos desbordados de amor al trabajo de campo. Desde la mañana a la noche, respirábamos el ambiente de intensa contracción a las labores del arado, siembra, cosecha y tambo. Prendió en los hijos, muy arraigado, muy hondo, esa herencia de apego a la naturaleza, a la vida austera, al olor agreste del surco abierto y de las mañanas diáfanas, a la convivencia con los hombres sencillos y fuertes, con los animales, con los árboles.
Veíamos a nuestros padres velar con esmerada dedicación por cada metro de las ciento cincuenta hectáreas de la propiedad. Arrancando el brote de un abrojo, cuidando un animal enfermo, vigilando, arreglando, esperando… y trabajando, ¡trabajando con amor! Recuerdo que una vez, mi mamá ordeñaba en el corral. Después de acercar el ternero a la vaca, para que dé las primeras mamadas y baje la leche, lo ató a un poste. Estaba mamá inclinada sobre el balde cuando escuchó el golpe; un caballo mató de una tremenda coz al ternero. Largo rato permaneció junto al animalito inmóvil. Le remordía el hecho de haberlo atado, de estar ordeñando la vaca cuando el caballo mató a su ternero, de no poder prever el accidente. Luego indicó que se le sacara el cuero, para, al menos, tener un retazo de esa vida. Es el cuero suavemente curtido, que bajo el escritorio, protege mis pies del frío y mantiene vivo en mí ese ejemplo de humildad y compasión por los animales. Mis padres los atendían solícitos, considerándoles más por cariño, por sentimiento, que por su valor económico. Tal es así, que cuando el carnicero sacrificaba un animal criado en nuestro campo, ese día en casa, no se comía carne. ¡Cómo me gustaba el campo! ¡Cómo hubiese querido ser labriego! Pero éramos nueve hermanos, y tuve que encarar la vida en otro sentido. El campo no podía alimentarnos a todos. Mi hermano, cuatro años mayor que yo, se desempeñaba resueltamente y animosamente en la chacra. Él quedaría en el campo. Yo había completado los cuatro grados de la escuela y tenía que buscarme un porvenir.
Diez años antes se había creado, cerca de Paraná, la Escuela Alberdi. Llegaban noticias de su eficiencia y rectitud. Por las dificultades para costear el estudio, en 1914, un título de Maestro Rural resultaba un importante jalón en la carrera de un joven.
II
En una cerrada curva de las vías, el tren aminoraba la marcha; allí nos arrojábamos los muchachos para ahorrarnos la caminata de cuatro kilómetros desde la estación Tezanos Pinto.
¡Querida Escuela Alberdi! ¡Cuántos recuerdos se agolpan cuando te nombro! Los primeros meses de llanto escondido, extrañando la casa. Las horas de ahínco sobre los libros para vencer las trabas ocasionadas por el escaso conocimiento del idioma, más aprendido entre los gauchos que entre las páginas literarias o el contacto con otros grupos sociales… padres, hermanos, profesores, compañeros.
La Escuela Alberdi otorgaba el
título de Maestro Normal Rural Agropecuario e Industrial. Me preparé sólo el
ingreso y aprobé quinto grado libre. Cursé como pupilo sexto grado porque
también allí funcionaba una escuela primaria.
Papá enviaba los veinticinco pesos
mensuales de mi pensión. Esto, agregado a la compra de libros, útiles escolares
y otros gastos indispensables, representaba para el pobre colono, un sacrificio
nada pequeño. Pero lo realizaba con gusto porque estaba destinado a los
estudios del hijo.
Con la base de esa responsabilidad
me estaba formando.
III
Egresado de sexto grado, hice un año más de preparatorio. Consistía este curso en el desarrollo del programa del año anterior, pero dictado por un profesor especial para cada materia.
Resultó de gran ayuda para los
muchachos que, como yo, teníamos mucha voluntad para instruirnos, pero poca
ejercitación, para ingresar al magisterio.
Agrupados diez a quince chicos, que
vivíamos en la misma escuela, asistíamos además, a las clases prácticas. Por mi
origen campesino, en estas actividades, me desenvolvía con destreza. Aprendí
técnicas fundamentales de suma importancia para la explotación agropecuaria;
manejo del tambo y gallinero, cerdos, abejas, elaboración de queso, crema
manteca, chacinados, miel; citrus, jardinería, huerta, arboricultura, prácticas
de siembra y cosecha; mecánica, carpintería…
Cada trabajo se hacía en grupos y
por turno, bajo el asesoramiento de un especialista. Si cavábamos un pozo para
plantar un árbol, si dibujábamos un mapa, si injertábamos un frutal, todo era
técnica, ciencia, sabiduría, perfección.
Regresé en mis primeras vacaciones y
al llegar encontré a papá, mi hermano y otro hombre, dedicados a un trabajo
agobiador: engrasaban las ruedas del carro. Los carros eran pesadísimos.
Levantarlos requería el esfuerzo superior a tres o más hombres. Yo había visto
en la escuela hacer palanca con un palo calzado al carro, que se inclinaba hasta
permitir su apoyo en dos patas plegables sujetas por un tornillo. Expliqué ese mecanismo
a papá.
Él, que en Rusia había sido
estudiante de filosofía, en Entre Ríos era labrador, boyero, carpintero, albañil, pocero… Pero era, además, un
adaptador temprano de las nuevas técnicas del agro.
Así, me escuchó con atención y
llevándome por los hombros hasta la cocina, le dijo sonriendo a mamá:
-
Servile algo de comer al chico, que después lo necesito para que me explique
algunas cosas importantes que aprendió en la escuela.
¡Y me sentí tan contento!
IV
Estuve cinco años en la Escuela Alberdi, pues completé con tres la Normal. Por la mañana recibíamos instrucción teórica y a la tarde realizábamos los prácticos. Muy tempranito nos desayunábamos: café, con leche de nuestro tambo y pan casero. Hasta las doce permanecíamos en las aulas, cumpliendo el programa del Magisterio. Luego íbamos a los dormitorios a cambiarnos la ropa. Nos vestíamos con ropa de trabajo: pantalón, blusa azul de brin y alpargatas. Después de almorzar, un pequeño descanso e iniciábamos los trabajos prácticos dispersándonos con nuestros profesores, en las distintas secciones. La campana grande de la torre anunciaba que ya era hora de regresar.
En el baño común, en forma circular, del techo perforado, una lluvia fresca sorprendía nuestra piel. Nos vestíamos nuevamente con traje para tomar la merienda. Enseguida la campana chica, que colgaba del aljibe del patio, ordenaba ir a estudiar. Cada grupo marchaba a su aula a preparar las lecciones para el día siguiente. Durante dos horas estudiábamos bajo la dirección de un profesor. Los profesores se turnaban y siempre estaban presentes para que los consultemos sobre cualquier asignatura.
Uno de los recuerdos más gratos de
mi vida escolar, es precisamente, este amparo, esta protección de mis maestros.
Otra imagen nítida que guardo, es la
de los primeros años, cuando luego de la cena, en el dormitorio, picantes los
ojos de sueño, dolorido de cansancio, pero empecinado y tesonero, me dedicaba a
superar mi pobre vocabulario, a vencer los problemas, a aprender, a ganarme una
beca que aliviara los gastos de mi estudio. A la luz de una vela le debo la
beca con la que cursé los tres años de la Normal. Esa beca consistía en el pensionado
gratuito más cinco pesos mensuales.
Papá firmó un acuerdo por el cual,
cuando yo me recibiese, ejercería primero en la campaña.
Al acto de recepción, cargado de
solemnidad, concurrieron el Gobernador y las autoridades del Ministerio de
Educación (de la provincia de Entre Ríos).
Sentido y magnífico homenaje a los
maestros rurales que habrían de emprender una lucha contra la ignorancia de los
olvidados por todos, en los rincones salvajes de la Patria, dedicando su vida a
los hijos del gaucho, futuro de una Argentina mejor.
La Escuela Alberdi nos había formado
maestros, no sólo capacitados, sino, y por sobre todas las cosas: moralmente
íntegros. Y maestros de vocación.
Era el 30 de noviembre de 1919.
V
El 1º de marzo de 1920 llegó mi nombramiento como director de la Escuela Nº 17 de Altamirano Norte, Departamento de Rosario Tala. Nadie sabía donde quedaba. Viajé a Rosario Tala para informarme.
Y un amanecer salí de casa rumbo a mi
escuela. Mi hermano mayor me acompañaba. Íbamos en sulky llevando otro caballo
de tiro, sabiendo que a buen paso llegaríamos a la noche. La escuela estaba
situada en plena selva del Montiel. El
camino era sólo una mala huella grabada en la soledad. Una legua antes de
llegar, ya no pudimos seguir en sulky; el instinto del caballo, internándose en
la espesura del monte, nos llevaría. Dimos con la casa del comisario, don Pedro
Garay. Éste nos hizo acompañar con un agente. No se podía atravesar el bosque
sin alguien muy práctico. En un claro apareció la escuela. Los dueños del
lugar, la familia de Pedro Martínez, vivían al lado. Durante largos años fueron
mis amigos. Eran muy pobres y muy buenos. Tenían ovejas y algunos pocos
caballos y vacas. Aunque la tierra les pertenecía no sabían explotarla. Vivían
de la lana y la leña que vendían en Rosario Tala, transportándola en carretas a
través de doce leguas de monte.
La escuela tenía un techo bajito de
paja, a dos aguas, desnudas paredes de adobe (barro), una puerta y una ventanita. Al lado, una
habitación de chapas, que oficiaba de cocina y dormitorio, era la vivienda de
la directora; una señorita que vivía con una criada, ancianas las dos. Cuando
la viejita me vio, se largó a llorar. Lloraba pidiéndome que me vaya, que no le
quite el puesto.
Lloraba la maestra y lloraba mi
hermano suplicándome que no me quede en esa selva, que regrese con él. Tenía
miedo de dejarme ¡tan solo! Yo era muy joven y me sentí confundido. También
tuve miedo. Me avergonzaban las lágrimas de la mujer. Impresionados,
regresamos,
El comisario, un hombre como hay
pocos, me habló suave y firmemente a la vez: la mujer era una maestra sin
título. Por ella no debía preocuparme, pues tenía familiares. ¡Pero la escuela
estaba sin alumnos! Él mismo tenía sus hijos en otra escuela. Si yo renunciaba,
designarían en el acto otro maestro y mi gesto generoso, sería inútil. Debía
quedarme. Me estaban necesitando…
Allí mismo redacté mi toma de
posesión que el comisario llevaría al otro día al Inspector de Escuelas que
vivía en Estación Sola.
Mi hermano, que no se resignaba y no
compartía mi decisión, partió sollozando en el sulky. Me dejó su caballo y me
prestó su apero.
VI
Mi primera tarea era la de levantar un censo escolar.
¿Cuántos chicos vivían tras los
muros de los espinillos que limitaban la escuela? Tenía que contarlos rancho
por rancho.
Don Pedro Martínez, baqueano de 82
años -su madre centenaria vivía con él- me acompañaba para que no me perdiera. Esa
tarea me llevó más de un mes.
A la mañana daba clase con el puñado
de gurises que comenzaron a aparecer cuando corrió la noticia de mi llegada. Por
la tarde iba con don Pedro a caballo, paso a paso por la selva, continuando mi
censo, conociendo mi gente.
Las mujeres nos recibían,
salvándonos del enjambre de perros toreadores, con un amable
- Abajesé
si gusta. -Y en seguida- ¿Qué mate se
va a servir? -ofreciendo dulce o amargo.
Poco a poco brotaban de imprevistos
agujeros, mis futuros alumnos, flacos, desgreñados, curiosos. Yo observaba
estremecido tanta miseria.
El problema de mi gente era
terrible. El problema de mi gente era ¿qué comer? No había alegría en esas
mujeres. En cambio a sus hombres se los veía en los boliches, siempre muy
concurridos, con sus caballos pintones bien ensillados. Consideraban descortés
entrar sin hacer algún gasto; se sentían obligados a tomar una copita. Y si tenían
otra moneda, a convidar.
¡Menuda
tarea me esperaba!
En cada familia me llevaba varias
horas combinar el horario de los chicos para que vengan los mayores cuando en
el rancho no los necesitaran. O cuando disponían de caballo o cuando podían
acompañar a los más pequeños que no podían ir solos por los peligros del monte.
Dolorido por verme rodeado de
infortunios y padecimientos y por las fatigas del paso en el monte, regresaba
recién a la noche a enfrentar otra batalla; la desinfección y aseo de la escuela.
Las ovejas, atacadas de lombrices,
agobiadas por una tos persistente, insufrible, buscaban alivio en el interior
del rancho. Tuve que cercar la escuela con
ramas. Además terminar con pulgas, ahuyentar lauchas y ratas de sus escondrijos. Tuve perros guardianes, eficaces contra
víboras y gatos monteses.
EI método de cercar el claro de la escuela con ramas de espinillo, me sirvió más adelante como demostrativo para mi gente, cuando comencé a inculcarles la práctica de la huerta familiar.
EI método de cercar el claro de la escuela con ramas de espinillo, me sirvió más adelante como demostrativo para mi gente, cuando comencé a inculcarles la práctica de la huerta familiar.
La primera cosecha fue un triunfo. Me
resultó difícil que aceptaran las verduras como alimento y comprendieran su
real valor nutritivo.
- Señor
maestro -me decían- comer lechuga es
¡como comer pasto!
Pero ya había distribuído 57 niños en los turnos mañana
y tarde.
VII
Tuve que volver a mi casa por un par de días para traer mis pertenencias y algunos libros. Entonces cobré mi primer sueldo. Me correspondían 120 pesos como maestro, más 10 pesos como director, hacían 130 pesos. Descontando lo correspondiente a jubilación y cobro del giro, recibí 124 pesos con 80 centavos.
Pasé por Villaguay, en la
talabartería de Vuoto, con mi primer sueldo compré un apero completo, desde el
rebenque hasta el mandil, todo de primera calidad, y “lindazo”, por 80 pesos.
Envolví el apero que me prestó mi hermano,
monté en el cuero nuevo que crujió deliciosamente a mis oídos y seguí hacia la
colonia. Al doblar el caminito de mi casa, tomé las riendas cortas y adopté un
porte marcial. Me sentí un héroe.
VIII
Organicé un trabajo metódico, lleno de iniciativas y hasta poesía, que no sé cómo surgían en el mundo que me rodeaba.
El 21 de setiembre decidí festejar
la llegada de la primavera. Todos mis alumnos recitaron, cantaron y actuaron en
comedias infantiles. Los hombres se lucieron en las guitarreadas. Las mujeres
en la preparación del locro. Los jóvenes bailaron. El público concurrió en
número increíble. Yo miraba asombrado, preguntándome ¿Cómo se enteraron? ¿De dónde viene tanta gente? Hablé con ellos.
Venían de la selva a la escuela. Querían a la escuela, comprendían que era
buena para sus hijos. Y querían al maestro.
Al año siguiente cumplí mi deber con
el ejército.
Cuando regresé, me contaron las madres que prendieron velas a los santos, pidiendo que el señor maestro se salve del Servicio Militar y no se vaya. Mi gente comenzó a considerarme como algo suyo. Me llenó de orgullo.
Cuando regresé, me contaron las madres que prendieron velas a los santos, pidiendo que el señor maestro se salve del Servicio Militar y no se vaya. Mi gente comenzó a considerarme como algo suyo. Me llenó de orgullo.
IX
Se agachó al cruzar el umbral.
Ahí mismo descubrió 35 niños en
disciplinada tarea en el aula.
El asombro ante lo inesperado, hizo
que se incorporara antes de tiempo. El
señor Inspector, en su primera visita a mi escuela, se golpeó la cabeza en el
horcón.
- ¡Cuántos
chicos! -dijo a modo de presentación llevándose la mano a la frente
dolorida.
Y observó desde la puerta otro
grupo, que en su hora de horticultura, raleaba el cantero de cebollines. Luego
se dedicó a examinar a los niños y permaneció todo ese día en la escuela.
¡Señor
Inspector! ¡Cuánto lo esperaba! Se lo digo ahora, después de cincuenta y cinco
años. Años entregados de cuerpo entero a la docencia. De desvelos y
preocupaciones de incesantes afanes de renunciamientos. De amor a la infancia
y a la escuela. ¡Años
de maestro rural! ¡Cuántos
niños pasaron a mi corazón durante tanto tiempo! ¡Escucharon
mi voz, compartieron mi asombro por la vida del hombre, sintieron mi calor,
siguieron mis consejos, comprendieron mi risa y mi llanto! ¡Cuántos
años compartidos con mi santa compañera, maestra del alma también, por el deber
cumplido en el más noble de los apostolados!
Llegó
el tiempo de hablar lo que callamos. Quiero decírselo ahora: ¡Cuánto lo
necesité Señor Inspector! ¡Cómo le agradezco su visita! Solo y desorientado,
sin la sombra protectora de los profesores, sin guía, vivía angustiado ante la
duda de saber si realmente estaba bien encaminado. Si mi trabajo intenso era
eficaz, si cumplía correctamente con la tremenda responsabilidad de educar.
Durante todo el ejercicio de mi
docencia, tuve muchas visitas de Inspectores. Muchas notas conceptuosas sobre
mi desempeño. Palabras grandilocuentes para describir la humilde labor de un
artesano de hombres. Todas ellas me alentaron. Todas fueron mi acicate y la paz
de mi conciencia.
Pero su nota, señor Inspector,
aquella primera constancia que redactó en un ranchito del Montiel, le otorgó a
un joven maestro, la confianza en sus posibilidades y la seguridad en los
elevados alcances de su misión. La última línea de esa nota es:
- “... maestros como el señor G. son los que necesita la Patria para su engrandecimiento”.
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