sábado, 14 de julio de 2012

EL HOMBRE Y EL SURCO

EL HOMBRE Y EL SURCO                                     de la obra de José Lieberman “Tierra Soñada”
editada por Luis Laserre y Cía, S. A. 

Cuando la colonia Esperanza cumplió 80 años, en 1936, Gastón H.  Lestard publicó un sugestivo trabajo acerca de su significado en el que, entre otras cosas, decía: Debemos recordar a los héroes civiles que después de Caseros labraron la proeza fundamental de abrir el surco en la tierra.
La gesta de la colonización argentina debe ser colocada a la cabeza del progreso nacional. La apretada gavilla de trigo, condensada en el fruto de la labor, ha sido símbolo augural de la civilización argentina. El arado ha sido el más noble y el más fecundo civilizador argentino. 
Donde abundaba el pastizal, la paja brava y la alimaña, la reja brillante abrió el surco augural y el vientre materno de la tierra fructificó después en la sabana de oro ondeante de los trigales y en la flor celeste de los linos que ponen su nota de Patria en las chacras.
La historia de esa civilización es poema y es epopeya; poema en el noble significado de las espigas de trigo y de la tierra perfumada por la frescura del surco recién abierto y epopeya en la esforzada expresión de lucha y conquista de la fecunda fuente de riqueza argentina.
Vienen a mi memoria, además de los surcos que yo mismo he trazado, y los que he visto trazar en los campos argentinos, junto con las admirables páginas de Lestard, muchas otras cuentan la ruda historia de los primeros surcos abiertos en las tierras argentinas.
Surcos que abrieron en los más alejados rincones de esta tierra generosa, aquellos pioneros aurorales, humildes héroes, que en la soledad impresionante de los campos, uncieron a sus yugos los bueyes chúcaros y hundieron en suelos vírgenes, de pastos duros, las rejas de sus arados primitivos caminando descalzos o en alpargatas el surco húmedo en mañanas frías y neblinosas para preparar esa tierra para recibir los granos de oro.
Cuando pasan ante mis ojos, en caleidoscopio mágico, los surcos que, año tras año, trazan nuestros labriegos en la vastedad inconmensurable de los campos argentinos, lamento que en las escuelas no se les enseñó a los niños y  a los jóvenes la historia de las colonias agrícolas. Si se las hubieran enseñado se emocionarían con las aventuras temerarias de aquellos pioneros, alucinados y tercos, se internaban en la lejanía despoblada y se establecían a la sombra de los árboles, en cuevas abiertas en las barrancas de un río o en ranchos de adobe y paja brava.
A los pioneros de la primera hora no se les dio su merecida importancia.   Muchos de ellos llegaron de lejanas tierras animados por la fe y la esperanza. Aquí hallaron la libertad que los redimió de su ancestral esclavitud y gozaron de la generosidad de las leyes argentinas.
Sus oídos oyeron la melodía del crujido que produce el arado al abrir los surcos en la tierra virgen.
Sólo ocasionalmente se publicaron trabajos relacionados con los albores de nuestra colonización agraria.
Poco se ha dicho de aquellos heroicos y pacíficos conquistadores que en la mística soledad de la pampa trazaron los primeros surcos con sus arados primitivos, conla sola compañía de los pájaros y la canción azul del cielo argentino.                      
Aquellos anónimos hombres merecerían tener su biografía. Su historia es un noble homenaje a la hospitalidad de nuestras leyes que los alentaron en los duros sacrificios de sus días iniciales, acompañados por la valentía de sus mujeres y de sus niños. Los animaba su inquebrantable tenacidad en la lucha y su fe en el porvenir de la Patria Nueva.
Hasta ahora no se ha entonado la merecida canción que merecen. Una canción a los surcos abiertos por rejas bruñidas, una canción que le canten al trabajo fecundo de nuestros amaneceres agrarios. Esos tesoros espirituales de emociones telúricas quedaron escondidas en el pasado. La juventud de hoy necesita ese sentimiento de nacionalidad triunfante para conocer la realidad de nuestro campo, aunque sea fragmentariamente aquellas impresionantes historias de los primeros surcos argentinos.
En “Una visita a las colonias agrícolas argentinas, 1889” de Alejo Peyret, el activo secretario del general Urquiza en asuntos de colonización, cuenta que tuvo la suerte de recorrer, una por una, las colonias existentes en aquella época, conversar con los colonos, observar su vida y su trabajo en los campos para dar a conocer sus impresiones. Es un hermoso libro hoy casi olvidado; en sus páginas palpita el génesis de nuestra formación rural.
En el “Informe fundamental” de Guillermo Wilcken, que viajó en una misión especial ordenada por Sarmiento, para que le informe lo que deseaba conocer lo que él llamaba “La nostalgia del extranjero en el campo”. El estado anímico del típico del pionero, el inmigrante perdido en la absoluta soledad del interior.
Gastón Gori, en una apasionada exaltación por los pioneros agrícolas de Santa Fe, ha narrado en varios trabajos, que son surcos abiertos en la historia, por cuyo cauce corren, como aguas redentoras, los recuerdos de los tiempos iniciales, las tremendas aventuras de la colonización. Sus publicaciones: “Ha pasado la nostalgia”, “La pampa sin gaucho”, “El camino de las nutrias”, “La colonización suiza”, son algunas en cuyas páginas emotivas son el leit-motiv del fragante surco que abren los pioneros en la tierra arduamente conquistada.
“El pan nuestro José Pedroni, el poeta del terrón, del trigo y del hogar campesino”  se revela contra las injusticias de la sociedad con el poblador rural.
“La gota de agua” y en otros de sus libros ha inmortalizado al hombre que ara la tierra, levantando los fecundos terrones que dan el pan de cada día, supo cantar las alegrías y las penurias de la vida campesina; de sus alegrías cuando siguen la reja bruñida y de sus penurias cuando los cielos avaros endurecen los campos y se resquebraja la tierra de sed.
“Los Gauchos judíos” de Alberto Gerchunoff condensan el amor al terruño en páginas magistrales, a los bueyes multicolores, a los negros surcos abiertos en los campos de Entre Ríos, a las esperanzas del colono cuando siembra en ella sus granos de oro y los dramas oscuros de las cosechas perdidas después de un año de rudo trabajo.
“El faro de la cuchilla” de Francisco Horacio Franco, es un canto a la tierra nativa y a la humilde colonia; evoca en páginas de alucinante belleza, la historia de Villa Elisa y de San José, fundadas por el General Urquiza, y Elía, colonizadores patriotas que regalaban los implementos agrícolas a sus colonos. Cuenta Francou, hablando de Elía - les dio arados para que con su bruñida reja, rompan la tierra madre, hagan brotar sus negros y lustrosos terrones con la canción inmortal del trabajo que los transformaría en vergeles de preñadas espigas, y hogares tan fecundos en hijos como en virtudes cristianas. En otra parte dice este autor, al referirse a un colono pionero, que también era herrero: - De su fragua, que enrojecía el hierro para hacerlo maleable a fuerza de martillo sobre sonoro yunque, salieron las rejas de los primeros arados que roturaron estos campos, rejas que escribieron sobre las páginas verdes de estas cuchillas entrerrianas un égloga inmortal a esas espadas de paz que abrieron surcos profundos en las entrañas vírgenes de esas tierras, para que las semillas arrojadas por el labrador cantaran la canción milenaria del trabajo”.
Son los citados algunos de los pocos y selectos libros argentinos que fueron inspirados por la fecundidad del surco y por el amor a la tierra, que nos revelan historias grandes y pequeñas, alegres y dramáticas, pues muchos de sus héroes triunfaron y los surcos abiertos por ellos fueron cauces donde corrió la felicidad hacia los hogares; otros, menos afortunados, fueron vencidos por el ambiente. Sus huellas se perdieron en la infinita soledad de la pampa seca. La verdadera historia de los surcos argentinos, aquellos surcos en la tierra negra que abren la filos de la reja, que adornan y embellecen con la blancura de sus alas las gaviotas inquietas y voraces, aún no la tenemos escrita y sus forjadores, que ya duermen su sueño eterno en los humildes camposantos de las aldeas, esperan el homenaje que la Patria les debe a sus pioneros.
 Son muchos aquellos curtidos de todas las razas del orbe que ya eternizó  en su “Canto a la Argentina”, Rubén Darío, el poeta que en gloriosas estrofas supo cantarle a los que confiaron su vida y sus esperanzas al surco de la tierra, expuestos a todas las amenazas del ambiente. Son los mismos que hoy, en condiciones mejores, siguen labrando la tierra y crean la grandeza nacional.
Desde aquellos humildes surcos que abrieron en los campos argentinos de Sancti Spíritu los expedicionarios de Gaboto, en los que sembraron 50 granos de trigo y cosecharon 225.000 granos (…) se abrieron infinitos surcos en la tierra, que son primero esperanzas y luego realidades.
Nuestra Patria se ha convertido en uno de los graneros del mundo.
No debemos olvidar a los precursores, como lo fueron, en 1536, en Buenos Aires, Ruiz y Galván y sus hombres, cuyo ensayo agrícola se considera como el primero de la colonización agraria argentina.
Verdaderos precursores del campo arado argentino fueron los escoceses de Santa Catalina (1825); los vascos de Tandil (1826); los irlandeses de 1828; los soldados del General Clemente (1853); los italianos de “Nueva Roma” (1856); los suizos que hace más de un siglo y medio abrieron los primeros surcos en Baradero, los franceses del Dr. Brougnes que en San Cosme, Corrientes, en 1856, no lograros afincarse sobre la tierra y se dispersaron; los suizos, franceses y alemanes de Aarón Castellanos y de Carlos Beck que hicieron de Santa Fe una sola amelga y llenaron con paraísos los caminos de la provincia; los suizos, italianos, alemanes y belgas del General Urquiza, que en Entre Ríos, roturaron los campos, plantaron frutales y criaron gallinas; los colonos rusos-alemanes de origen brasileño que se establecieron en Coronel Suárez en la provincia de Buenos Aires y en los departamentos Paraná, Diamante y  Uruguay, en Entre Ríos establecieron colonias-aldeas desde 1876, criadores de grandes caballos que tiraban como jugando los arados de doble reja abriendo surcos profundos; los Norteamericanos de Nueva California, en Santa Fe, que con una mano guiaban el arado mancera y con la otra empuñaban el fusil, en constante vigilia del malón indígena, que abrieron comunicaciones subterráneas de sus casas a las barrancas de los ríos, para salvar las familias en momentos peligrosos, pero fracasaron en su empresa.
Hoy sólo quedan, entre los estancieros de la provincia, nombres y reliquias que los recuerdan. Los alemanes de El Dorado, guiados por Schwelm; los colonos judíos de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa, desde aquellos que en 1889, abrieron los primeros surcos en Monigotes y Palacios, donde murieron de hambre un centenar de pequeñuelos, hasta los que en La Pampa, de 1912, lucharon bravamente con la sequía de los años negros y contra las tormentas de arena que borraban los surcos y cubrían las sementeras, pero que triunfaron finalmente plantando árboles y arrancando agua desde las profundidades de la tierra, afirmando para siempre su existencia feliz en la colonia. Los galeses que en su trayectoria patagónica, desde 1865, en una lucha tenaz, plenos de fe en su destino, transformaron la aridez del desierto y cosecharon, en el llamado yermo austral, los trigos que conquistaron premios en París y Chicago.
Y los españoles, italianos, argentinos, rusos, judíos y uruguayos que, después de la conquista del desierto (1879) fueron los primeros que abrieron los primeros surcos en La Pampa, en su pradera de pan llevar, su estepa gramínea y ei valle pampeano de Maracó, Trenel, Realicó, Conhelo oriental, Chapaleufú, Quemú Quemú, Catriló, Atreucó, Guatraché, Utracán, Loventuel, destruyendo las leyendas sobre la mala calidad de sus tierras y la falta de agua; transformando los campos del ex reino ranquelino en hermosos predios de cultivo.
Estancieros de Buenos Aires, inmigrantes del mundo entero y empresas colonizadoras establecieron las primeras colonias, entre ellas la de Guatrlé Land Company; la Jewish Colonization Association; la Espiga de oro de Wibfreda; la Colonia Mataldi; Jagüel Grande; Colonias y Estancias Trenel; South Argentina Land; La Juanita; Villa Mirasol; Angui y hombres como Antonio Devoto, Stroeder, Mongelle, Perrando, Alvear, Castex, Madero, Muhally; las viejas colonias de Intendente Alvear, Parera, Las Delicias, la Puma, Macachín, etc., que roturaron los primeros campos, simbolizando con los surcos abiertos la llegada de tiempos nuevos, iniciaron la economía de la provincia e hicieron de ella un pequeño granero, tanto los rusos alemanes de Huelén, los judíos de Narcise Leven, los italianos de Rancul, los españoles de Monte Nievas, los uruguayos de origen valdense de Jacinto Arauz, todos animados por el mismo ideal de trabajos y felices cuando abrían con sus modestos arados los primeros surcos y sembraban, esperanzados, sus pocas semillas.
Todos ellos, inclinados sobre el arado, escribieron, en anchas amelgas, el poema fecundo de su trabajo y sembraron al voleo las semillas de oro de sus ilusiones; y los trigales que nacieron fueron nada más que el florecimiento de sus viejas esperanzas, el descubrimiento de los incalculables tesoros, revelados por el surco humilde, que llenó de gozo sus sufridos corazones.
Así lo dice en una de nuestras más primitivas novelas agrarias, el personaje principal de “Las primeras espigas”, de José María del Hogar (1922), que escribió la aventura de los primeros surcos abiertos y de las espigas cosechadas: - ¡Ah, mis trigales!, imposible será divisar su límite, porque he de hundirlo en el horizonte. Respiraremos un día las brisas que hicieron ondular y susurrar las repletas espigas y adivinaremos el confín de nuestras mieses por las nubes de polvo que en las carreteras que las bordearán, levantarán los carros de mi chacra, arrastrados por estos valientes potros que hoy corren sin dueños por esta llanura y que yo domaré, sí, domaré. Esta es América, en esta tierra está el porvenir guardado como hasta ahora en un secreto, pero que se lo arrancaremos, el sol, el arado y yo.
Así, el surco en la tierra, fue el símbolo de la epopeya rural argentina, porque no sólo fue la llave que reveló los tesoros ocultos en la madre tierra, sino que transformó a la Naturaleza, antes avara y estéril, en una madre fecunda que hoy no sólo alimenta al pueblo argentino, sino que sacía el hambre de millones de hombres en todos los ámbitos del mundo”.                                                                                                                                                                                                                                            José Lieberman
                                                                                    * * *                         oscarpascaner.blogspot.com

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