LOS GAUCHOS
LOS GAUCHOS
“Los gauchos -dice Juan José Güiraldes, Presidente de la Federación Gaucha Argentina, al prologar el libro “Gauchos Argentinos” edit. Cosmogonías- se convirtieron en expertos jinetes y domadores entre 1550 y 1750 cuando los acopiadores de cueros y sebo requirieron sus servicios como “changadores”, término con el que se designaba a quienes se dedicaban a la cacería del ganado vacuno y caballar, prodigiosamente multiplicados desde la época en que los conquistadores trajeron unos pocos animales de ambas especies.
Después
de desjarretarlos, -cortarles la curva de las patas traseras,
detrás de las rodillas, con filosa cuchilla en forma de medialuna aplicada al
extremo de una pica-, les daban muerte para sacarles el cuero y el sebo, que, entonces, era lo único que se comercializaba. Con ese trabajo se sustentaban.
Los gauchos nacieron
y se hicieron de a caballo, recibieron su bautismo de fuego antes que naciera
la Patria liberada.
En 1806, al desembarcar los invasores británicos, se enrolaron para la reconquistar la ciudad de Buenos Aires poniendo en acción su coraje y su destreza en el manejo del caballo. Empleando sables y carabinas cortas: -el lazo y las boleadoras también les sirvieron de armas-. Lucharon a pie usando sus dagas o sus cuchillos de trabajo. Aunque dispersos, por su condición de improvisados combatientes, enfrentaron a los invasores en las Chacras de Perdriel demostrando coraje y aptitudes de hombres de a caballo. Doce días después los invasores capitularon.
En 1806, al desembarcar los invasores británicos, se enrolaron para la reconquistar la ciudad de Buenos Aires poniendo en acción su coraje y su destreza en el manejo del caballo. Empleando sables y carabinas cortas: -el lazo y las boleadoras también les sirvieron de armas-. Lucharon a pie usando sus dagas o sus cuchillos de trabajo. Aunque dispersos, por su condición de improvisados combatientes, enfrentaron a los invasores en las Chacras de Perdriel demostrando coraje y aptitudes de hombres de a caballo. Doce días después los invasores capitularon.
Cuando regresaron los ingleses el año siguiente, nuevamente fueron
rechazados y ya no volvieron nunca más.
Después de la
Revolución de Mayo nacieron los primeros ejércitos patrios en que los gauchos
fueron protagonistas al cargar a sable y a lanza.
Los Granaderos a
Caballo del General San Martín eran lo que hoy se denomina un cuerpo de élite
calificado como los mejores. Se
caracterizaron por el despliegue de sus escuadrones y la acción de sus
legendarios sables.
Guerrearon en las
campañas emancipadoras y en la efectiva ocupación del mal llamado Desierto
Patagónico mientras sus hermanos trabajaban en las estancias comenzando a producir la riqueza agropecuaria
en la zona pampeana.
Los gauchos
aprendieron a soportar la soledad y las inclemencias del tiempo, a procurarse su alimento, a aguantar adversidades y a luchar hasta el último aliento.
Fue en las estancias,
verdaderas aldeas de pobladores rurales, donde los gauchos se incorporaron a la
civilización del país convirtiéndose en los primeros habitantes de poblaciones
perdidas en el Desierto. Allí fundamentaron su capacidad de arraigo y su
personalidad hospitalaria. Pasaron de la intemperie desolada a los ranchos de
adobe donde formaron sus familias, generalmente numerosas, y a cuyos hijos criaron
a su imagen y semejanza. Fueron peones en las primitivas estancias que
levantaron los pioneros y de las contemporáneas fundadas después, las que
hoy son exponentes de la evolución del hombre del campo argentino.
Borges dice: - Estos hombres no fueron aventureros, pero un arreo los
llevaba lejos y más lejos aún, los llevaron las guerras. Los gauchos vivieron
su destino como en un sueño, sin saber quiénes o qué eran.
La estancia les dio identidad social y cultural; allí, a la par del dueño, se consolidaron como hombres de trabajo y de tradiciones
distinguiéndose en las tareas camperas en las que se apoyó la prosperidad del
país; prosperidad que, en la segunda mitad del siglo XX, hizo que lo llamaran "el
granero y la estancia del mundo", contándoselo entre las seis naciones
más adelantadas del planeta, en el campo de económíco y en el de la
cultura".
El gaucho de ayer y el de hoy sintetizan la
vertiente de nuestra raza hecha de sangre derramada. Si nada existiera en nosotros,
sería nuestra obligación crear valores por la ley moral del amor y por la ley
física del horror al vacío”.
*
Leopoldo Lugones dice sobre los gauchos:
Leopoldo Lugones dice sobre los gauchos:
“La guerra de la Independencia que nos emancipó; la guerra civil que nos constituyó; la guerra contra los indios que suprimió la barbarie en la totalidad de nuestro territorio; la fuente de nuestra literatura; las prendas fundamentales de nuestro carácter; las instituciones más peculiares; la que con el caudillaje fundamentó la Federación y las Estancias que llevaron la civilización al Desierto, y en el momento más solemne, fueron los gauchos los que se destacaron logrando nuestra Libertad trasmitiendo a los argentinos de hoy un sentido irrenunciable de esa Libertad. Avanza junto a nosotros su sombra protectora de ese pasado. Los gauchos de hoy son los mismos hombres del ayer, no importa su ropaje o si la mutación de costumbres cambió en algo sus tradiciones. De ellos nos llega el fuego inextinguible de la amalgama del hombre con la tierra”.
*
EL GAUCHO
Relato en homenaje a la nobleza
de los gauchos entrerrianos.
Oscar Pascaner
El gaucho fue el producto de la mestización de salvajes indios con mujeres
blancas raptadas en malones que desolaban estancias, pueblos y fortines.
(Mi condición de entrerriano, tierra de charrúas, me hace recordar que según la obra "Los que comimos a Solís", de María Esther de Miguel, que cuando Juan Díaz de Solís y acompañantes remontaban el río Parana les hicieron señas amistosas. Cuando desembarcaron los mataron a flechazos).
Mi deducción, -nada etimológica-, me lleva a suponer que el vocablo GAUCHO surge de unir la primera sílaba de “gauderio”,
-término usado en el sur del Brasil para
mencionar a los descendientes de la cruza de indio con española-, y la segunda sílaba de huascho,
vocablo quichua que significa
desamparado o huérfano.
Cuando la joven blanca vio a su hijo recién nacido, producto de la brutal violación
del indio oloroso de crenchas engrasadas que la raptó, tuvo una sensación de rechazo;
su pelo renegrido, su boca grande, sus pómulos angulosos, sus ojos rasgados, eran
la réplica del indio mugriento que la sometió brutalmente.
Las indias que la atendieron intentaron ponérselo a mamar, pero la joven blanca les dio la espalda y les gritó en un ataque histérico pos parto:
– Críenlo ustedes –y se tapó toda, hasta cabeza, con la sucia cobija atacada por su confusión de sentimientos; el de madre y el rechazo que le causaba el recién nacido, fiel reflejo del indio
mugriento que la ultrajó.
Su resentimiento hacia la inocente criatura fue cediendo por su constante
berreo. Finalmente el instinto de madre
superó a su rencor.
Mientras ese hijo no deseado mamaba, por su mente desfiló lo sucedido la noche del asalto a la estancia. Ella había dejado su cuarto al oir la
gritería del malón. Desde una ventana vio los fogonazos de los trabucos con que
los peones intentaban frenar los lanzazos y los golpes de las boleadoras de los
indios, pero eran tantos que no les daban tiempo para recargar los trabucos.
Desde su escondite, detrás de un mueble, oyó los gritos agónicos de cada
miembro de su familia.
Al dejar su escondite porque el humo la asfixiaba un indio fiero la atrapó
y se la echó a la espalda y aunque ella se esforzó por soltarse la puso sobre un
caballo.
Vio a los salvajes romper las tranqueras de los corrales cuando un
resplandor le hizo girar la cabeza y se horrorizó al ver que las llamas consumían
la casa y los galpones. Los gritos de los salvajes se mezclaban con el ruido de
pezuñas y de cascos los cascos de la hacienda. Aterrorizada alcanzó a ver los
cuerpos de los peones y de los de indios muertos por las balas de los trabucos.
Debe haberse desmayado porque no recuerda nada más…
Despertó cuando cayó en el yuyal y el indio mugriento, de olorosas
crenchas engrasadas le desgarraba sus ropas. Su desesperada resistencia fue
frenada por los brutales golpes con que el salvaje la desmayó.
Sintió el dolor en sus entrañas, hizo un esfuerzo paro no pudo ponerse
de pie.
Despertó de su desmayo en un camastro dentro de un toldo. Una indígena
le dio a beber una infusión, aunque la sintió algo amarga, la tomó. No entendió
una sola de las palabras que dijo esa mujer que se mostraba bastante amable.
Ella fue la que hizo todo para que la joven blanca amamante a su hijo,
la que le traía comida, la que permanecía expectante ante sus necesidades y su
higiene personal. Esa mujer mayor era su consuelo en esa toldería.
*
El niño puso su brazo junto al de su madre, y en su media lengua le preguntó
por qué ella tenía la piel blanca y la de él era oscura. Su madre empalideció y
lloró.
La india vieja se esmeraba en atender bien a la joven blanca y a su hijo,
al que le hablaba en su extraño dialecto y él reía. Nunca rio con su madre.
Ya grandecito comprobó que su madre lloraba cada que le preguntaba por
qué ella era tan blanca y, en vez de responderle, lo abrazaba escondiendo su
cara llorosa, le daba un beso, y lo
mandaba a jugar con los otros chicos.
*
Con el tiempo comenzó a pensar que su madre ni él pertenecían a esa
tribu.
Montado en su caballo, -regalo del indio de crenchas engrasadas- con permiso del cacique comenzó a ir a cada cacería de ganado que
serviría de alimento a la tribu.
De ellos aprendió a secar la carne para hacer charque, o salarla para
conservarla
hasta que decidan usar parte de ella para preparar alguna comida. Bastaba
con dejarla durante una noche en agua para quitarle el gusto salado.
El pequeño mestizo observaba cómo estaquear los cueros para secarlos al
sol. Después vio cortarlos en lonjas y en finos tientos con sus cuchillos. Comprendió
que con esas lonjas hacían las riendas para sus caballos y las boleadoras con
tres piedras forradas en cuero unidas con lonjas, que usaban para pialar a los
vacunos y potros que querían cazar. También observó cómo hacían las botas de
potro con el cuero de las patas de esos animales; sacaban el cuero cortándolo
en círculo a la altura de la rodilla del potro, y lo sacaban entero. Sin
secarlo se lo ponían en sus pies para que se les amolde.
*
Mientras su madre dormía, o se hacía la dormida, él muchacho se proveyó
de lo necesario, y sin saludarla dejó el toldo, montó su caballo y se alejó sin
rumbo fijo.
Toda esa llanura le era familiar porque cuando aprendió a andar a
caballo siguió a la indiada en las
cacerías de vacunos y yeguarizos (descendientes en
cantidad pro-digiosa de los que trajo Pedro de Mendoza en la primera fundación
de Buenos Aires).
Andando sin destino fijo dio con un arroyo, donde él y
su caballo tomaron agua. Un carpincho y varias nutrias que había en las
inmediaciones se metieron en el agua y se alejaron nadando.
En ese andar errabundo sintió necesidad de alimentarse. Al ver un
ternero que retozaba alejándose de la manada,
taloneó su caballo y lo embistió derribándolo. Desmontó rápidamente y
antes de que se reponga, lo degolló con su cuchillo. Con el ternero a
horcajadas en la cruz del caballo llegó a un montecito de árboles. Juntó unas
ramas, hizo fuego, mientras se asaba un costillar, terminó de cuerear el ternero
y estaqueó su cuero al sol recordando que el cacique cambiaba cueros por cigarros,
fósforos, ginebra, yerba, sal y otras cosas. Cuando él lo acompañó con muchos
cueros vacunos y de animales silvestres, el bolichero le dio ropas, cobijas, y
muchas otras cosas, y ese cuchillo que el cacique le regaló.
Él se acordaba donde estaba, pasaría por allí con el cuero del ternero.
De los indios aprendió a dejar la carne al sol para hacerla charque y otra
parte la salaban en la toldería. Cuando
las mujeres querían usar un poco de esa carne, que le decían tasajo, para hacer
una comida el día siguiente, la dejaban en agua toda la noche para sacarle el
gusto salado. De los indios
aprendió a cortar el cuero en lonjas y en finos tientos; con cueros envolvían tres
piedras medianas y las unían con lonjas de regular tamaño, para hacer las
boleadoras que arrojaban a las patas del vacuno o del potro que querían
atrapar.
Sentado a la sombra de uno de los escasos ombúes que había en la pampa
hizo un largo lazo con ocho tientos
trenzados, mientras se secaban al sol los
cueros de unos animales silvestres que fue cazando durante su andar; tenía un
vago recuerdo del sitio en el que estaba el boliche.
De su madre aprendió a hablar en castellano, sólo con ella lo hablaba.
Halló el boliche donde su dueño lo reconoció. Para no decirle que se
había huído de las tolderías, dijo que vino por encargo del cacique para
canjear los cueros por yerba, cigarros, fósforos, ginebra, un chiripá y otras
ropas.
Así es como surge el “gaucho”, buen jinete, hábil con el lazo, las
boleadoras y el cuchillo; además sabe el tratamiento del cuero y la salazón de
la carne. Ocasionalmente se ofrece en un rudimentario establecimiento ganadero.
A los pocos días, su espíritu errabundo no soporta el sedentarismo y se
va para seguir con su andar errabundo por la inmensidad de la pampa.
Una vez, en el boliche, compartió unas cañas con sus congéneres; después,
a la sombra de un ombú comieron un asado
y tomaron mate. Uno de ellos tenía una guitarra y ejecutó en ella unos temas
sureños.
-Empréstemela le dijo y ahí
tuvo por primera vez la oportunidad de ver una guitarra y acariciar sus cuerdas.
-Y ¿cómo se hace pa´ sacar ese sonido que le saca usté?
- Y de oido no más –y le fue mostrando cómo cambia el
sonido de la cuerdas conforme al lugar del cuellos de la guitarra en la que iba
poniendo los dedos.
“Ese fue el gaucho primitivo” el que dio su sangre en las luchas para
liberar estas tierras de los invasores españoles; el que moldeó el prototipo del gaucho que surgió en el siglo XVI y perduró hasta el
25 de Mayo de 1810.
Ciertas situaciones que vivió, agudizaron su instinto de permanente
alerta.
En mi ingenuidad de niño provinciano le pregunté a mi maestra:
-¿Por qué la
Primera ni Segunda Junta de Gobierno, ni la Asamblea de 1813 no los recompensó
por su aporte de bravos guerreros en las batallas para expulsar de estas
tierras a los invasores españoles? -y la maestra no supo responderme y al verme que yo
necesitaba una respuesta, añadió- Sobre
eso ya sacarás tus propias conclusiones al leer la Historia Argentina escrita
por diversos historiadores.
Queriendo saber el porqué de esa ingratitud, hoy que voy en camino a los
87 años, después de haber leído a muchos autores que escribieron sobre ese
tema, no he encontrado a uno solo que me permita entender esa ingratitud.
Muchas veces el gaucho fue comparado con la figura del centauro.
Esa imagen no es arbitraria, ya que el caballo se constituyó en su amigo
inseparable y su bien más preciado.
De este “gaucho primitivo” perduran algunos de sus hábitos, que
suelen verse en las fiestas en las que
se honra la tradición.
Un día, el gaucho primitivo levantó su rancho en terreno elevado,
cercano a un arroyo de aguas limpias, hizo las paredes con barro mezclado con
yuyos y bosta de vaca para que resistiera las lluvias, y lo techó con paja
brava.
Cuando encontró la mujer que le gustaría para compañera, la conquistó.
En ese rancho armaron su familia, hasta que un día llegó la leva y se lo
llevó como soldado a los fortines. Nadie asistió a su mujer y sus hijos.
La segunda etapa del gaucho: comenzó en 1815, y se extendió hasta 1846, en la que
llegó el alambrado para delimitar los campos, época en que se dicta el decreto
por el que todo hombre que no tenga propiedades sería reputado sirviente y
estaba obligado a portar documentación (la “papeleta”) con la visa del patrón y del juez.
Ahí comienza el injusto e ingrato capítulo de “El gaucho perseguido”.
(Nunca entendí por qué no se dictaron leyes para
asimilar a la “civilización” a esos valientes gauchos, que, por propia
voluntad, o por las levas, lucharon primero para expulsar a los conquistadores
españoles, y después a los aborígenes trasandinos
que asolaban a las estancias y pueblos del sur. Para aquellos que desconocen el
episodio de los aborígenes trasabdinos que asolaron la población de Azul y
llevaron cautivas a centenares de mujeres ¿están en contra de la Ley votada por
unanimidad para llevar nuestra frontera sur hasta el río Negro? De no ser así
¿de quién sería hoy la Patagonia?
La tercera etapa: la del ocaso del gaucho, en el contexto de la organización
nacional y las profundas transformaciones en los campos de la Argentina.
(En ese contexto, tampoco se acordaron de los que dieron su sangre en
las lu-chas por la Independencia, de sus mujeres, ni de sus hijos
desamparados).
EL GAUCHO PERSEGUIDO
Había gauchos que tenían su hogar fijo (donde vivían con su mujer e hijos)
y que desempeñaban tareas en establecimientos cercanos, aunque de hecho la
mayoría andaba y andaba la llanura, sin otro sedentarismo que una corta
temporada de “agregado” en alguna estancia (el “agregado” recibía techo y
comida a cambio ce ciertos trabajos menores).
El firme desarrollo de la producción ganadera y el paulatino
afianzamiento de las instituciones políticas iban creando un nuevo país, la
nación moderna, donde el viejo andador de caminos, solitario e incansable
viajero, ya no tenía espacio.
Lo que necesitaban, en cambio, eran hombres con su pericia y valor para
el servicio estable en las estancias y saladeros.
También los necesitaban en las filas del incipiente ejército, para
continuar ampliando la frontera civilizada hasta hacerla coincidir con los
límites del territorio nacional, hasta integrar las extensas tierras del Sur que
seguían en poder de los indios.
Además el incremento de la actividad de hacendados, saladeros
curtiembres y exportadores había hecho desaparecer la hacienda sin dueño, y la
tradicional costumbre de carnear vacunos ajenos –admitida años atrás- ya
configuraba un delito.
Esta época de decisiva transformación constituyó el comienzo de la era
del gaucho perseguido, figura que encontraría su reflejo literario
prominente en El gaucho Martín Fierro, la
clásica obra de José Hernández (1834-1886).
Se desatan polémicas entre los que emitían opiniones al voleo, al
sostener que los gauchos eran “semi delincuentes, vagos malentretenidos”, que contrataban
con los mejor informados, que los consideraban víctimas de ideas “importadas”
basadas en “el proyecto de organización nacional”.
De todas formas, es indudable que así como el nacimiento del gaucho se
explica por las condiciones reinantes en el Río de la Plata hacia el siglo XVI,
su ocaso también responde a los condicionamientos de la economía que se modificaba
sustancialmente con el paso de los años.
De este modo, culminaba el proceso que venía prefigurándose.
En 1815 el gaucho tiene ante sí una alternativa ineluctable: incorporarse
a las modernas faenas rurales o, en su defecto, a la marginación por la pérdida
de todo espacio social, una huída incesante de la autoridad, guarecerse en
terrenos bajos, en la periferia semisalvaje, o al riesgo de ser enganchado por
la leva para llevarlo a los fuertes de las fronteras. (Y sigue la ingratitud de nuestros gobernantes de usar al gaucho como
freno contra los indios).
Éstos fuertes eran avanzadas militares de enrolamiento quinquenal
forzado, en los que debían defender y extender los límites de la civilización frente
a la resistencia de las poblaciones indígenas, cuyos cruentos asaltos a
estancias y poblaciones (llamados“malones”), obstaculizaban el crecimiento del país.
Paralelamente, y como tantas veces en la historia, la casualidad y constancia
marcaron un hito transformador, verdaderamente
revolucionario.
Desde los iniciales intentos civilizadores en el Plata, los gobernantes
y los hacendados tenían honda preocupación por hallar un sistema efectivo para
delimitar las parcelas rurales y resguardar el ganado: zanjas y cercos vivos de
plantas no resultaban soluciones ciertas, y la clave fue hallada al azar por el
inglés Richard B. Newton, residente en Buenos Aires con su esposa y 15 hijos. A
principios de 1844 viajó con dos de sus hijos a Gran Bretaña para ocuparse de
la educación de ellos. El año siguiente, en un paseo ocasional por el estado de
Yorkshie, pudo observar una manada de ciervos cercada por gruesos alambres.
Entusiasmado tomó la idea, adquirió los materiales necesarios para su campo y
los hizo remitir a la Argentina a bordo del velero Jonathan Félix, pero el navío naufragó durante la travesía
oceánica.
Ese fracaso no amilanó a Newton, encomendó a la firma Readgers & Cía el envío de “100 atados de alambre de 160 yardas cada uno; 500
varillas de una pulgada y cuarto por cinco pies de alto, con siete agujeros”,
mercancía que llegó al puerto de Buenos Aires a mediados de 1846.
Provisto de esos elementos Newton cercó su huerta, el parque, el jardín
y los montes de su estancia “Santa María”, ubicada a 10 leguas de Chascomús, en
la Provincia de Buenos Aires, con lo que inauguró el uso del alambrado en la
República Argentina.
La generalización de ese sistema termina con el gaucho de antaño.
En su lugar crece otro personaje, el gaucho peón, asimilado a las
estancias nuevas, se convierte en sedentario y especializado en tareas
pecuarias.
Ese gaucho peón, depositario de las cualidades de su antepasado errabundo
se convierte en celoso custodio de costumbres que ya no ejercita día a día. El
gaucho al que las circunstancias de una época pasada lo llevaron a vivir
marginado como “semi delincuente, vago y mal entretenido” desaparecía para
siempre y surgía “el gaucho peón de estancia, hábil en tareas rurales”.
Ese gaucho fue el que en la provincia de Entre Ríos, daría su
colaboración desinteresada a los inmigrantes europeos.
LAS FAENAS DE LA YERRA
En los tiempos de auge, la marcación de la hacienda mayor y las
ceremonias consecuentes, constituían uno de los acontecimientos más importantes
en la vida social del gaucho; la mayor de sus oportunidades de expansión.
Porque el trabajo de marcar a los animales (mediante hierro candente con
determinado dibujo registrado a nombre de su propietario) iba acompañado por las
habilidades colectivas únicas; celebraciones, entretenimientos; un escenario
calificado que demostraba la destreza en la ejecución de faenas (que así no pesaban) y el remanso de la música
y el baile, donde las mujeres tenían la mejor ocasión de lucimiento.
Una vez al año, durante los templados meses del otoño (abril, mayo,
junio), la estancia preparaba su gran acontecimiento: la yerra. En dicho suceso
el animal era volteado mediante el recurso de pialar (enlazar sus patas), y otros
lo mantenían apretado contra el suelo, algunos animales machos se castran para
su mejor engorde, otros pierden parte de su cornamenta para atenuar su
agresividad y se les aplica el hierro candente arriba del anca, la marca
complicada e indeleble geometría del símbolo del establecimiento.
Decidida la fecha en que la yerra tendía lugar, el mundo rural se
aprestaba, hombres y mujeres de la estancia, vecinos de campos cercanos y
gauchos de lejos, atraídos por la certeza de una buena diversión. Todos con sus
mejores atavíos; ponchos de vicuña, chapeados de plata, botas bordeadas en el
empeine, espuelas de grandes ruedas, lazos trenzados con 24 tiras de cuero y
cuanta prenda lujosa esperaba esa inigualable ocasión.
Después de apartar los animales destinados al asado, mientras el
fogonero calentaba las marcas y afilaba las tijeras de descornar otros
instrumentos para las delicadas funciones quirúrgicas, el ganado sin marca era llevado al corral, y a
la orden que impartía el patrón, los pialadores (que arrojan sus lazos a las
patas delanteras del animal y los enlazadores (que hacen caer la cuerda en las
astas o el cuello del animal) comenzaba su tarea.
Algunos a pie, otros a caballo, pialadores y enlazadores dejaban caer
sin falla el lazo sobre la presa elegida ante rodeados público entusiasta, que,
con gritos que sonaban como aplausos, premiaban las más espectaculares maniobras
ante la fiera resistencia de los animales. El corral se convertía en el centro
de la atención,
ámbito ideal para demostrar su maestría en el uso del lazo y en la tarea
de sujetar al animal contra el suelo para aplicar las marcas candentes, la
tijera descornadora y la herramienta para castrar. En pocos segundos las
bestias eran devueltas a sus fuerzas, ya marcadas, los terneros castrados,
otras con parte de sus cornamentas mutiladas.
El corral representaba el principal núcleo de la actividad, pero no
faltaban otros sitios complementarios como el ombú que ofrecía su sombra propicia
para sentarse a tomar mate y la presencia de una gimiente guitarra, a cuyos
sones, parejas de toda edad dibujaban las rítmicas figuras de las danzas
típicas de la pampa. Un poco más allá, un terreno despejado permitía la rápida
preparación de la cancha de taba (juego en el que se arroja al aire un
astrálago de vaca y, según como se posa, el tirador gana o pierde), y el hueso
decidía la suerte de los jugadores.
UN MARCO DE FIESTA
La yerra, cuya duración dependía de la cantidad de animales a marcar (5,
10, 15 días o más), hacía posible asimismo otros entretenimientos, entre ellos,
la doma de algún potro, momento en que el gaucho volcaba su máxima sapiencia y
todo su prestigio, dominando al animal después de una lucha obstinada sobre su
lomo arqueado (quizá no exista menor narración de la doma gauchesca que la
narrada por Ricardo Güiraldes en su
novela Don Segundo Sombra).
Otro juego era la corrida de sortijas. En un tramo de 200 metros, loos
jinetes competían en habilidad tratando ensartar la sortija con un pequeño
palito mientras pasaban a toda carrera debajo del arco en que aquella estaba
suspendida.
Otro entretenimiento eran las carreras “cuadreras” (denominadas así
porque la distancia se determinaba en cuadras), en las que no sólo se medía la
habilidad del caballo, sino también la capacida del jinete, que otorgaba o
recibía ventajas, según el caso, para que la juesta fuera competitiva, frente a
la ansiosa expectativa de los apostadores.
Era ocasión, a la vez, en particular durante la noche, para el
lucimiento de los payadores, esos auténticos trovadores de las pampas cuyos
versos, generalmente en contrapunto o desafío, reflejaban el ingenio y la
tradición populares.
La aparición de los payadores en las llanuras del Plata se produjo a
fines del siglo XVIII; sus cantos improvisados tenían como tema la vida
cotidiana del hombre de la región, sus avatares, sus goces y desdichas, así
como su participación en las campañas militares.
El encuentro de dos de estos cantores-cronistas, daba lugar a clásicas
“payadas” que, primitivamente en décimas, más tarde en sextinas y octavillas, y
en la última frase en cuartetas, improvisaban alternativamente durante horas,
hasta que uno de ellos no hallaba respuesta inmediata a la intervención de su
oponente.
Este personaje relevante del panorama pampeano encontró su momento
literario en las estrofas del Santos Vega
el Payador, admirable descripción en octosílabos de la vida del gaucho en
el siglo XVIII, escrita por Hilario Ascasubi (1807-1875).
DE AYER Y DE HOY
En la pampa argentina actual, la yerra sigue cumpliendo con el marcado
de las crías, el descornado, el castrado de los terneros destinados a ser
novillos y otras necesidades inherentes a la producción ganadera.
Actualmente los bretes, pasillo de tablones de madera, en los que se
hace entrar a los animales, cruzándoles un madero por delante y otro por
detrás, se inmovilizan para hacer con ellos las tareas inherentes a la
producción ganadera.
Quienes tuvimos la oportunidad de presenciar las yerras, o ser
partícipes de ellas, quedamos expuestos a sentirnos invadidos por la nostalgia.
Empero, al calor de las tradiciones, muchas cosas perduran del ayer
remoto.
Una jineteada nos hace recordar la doma, la destreza sigue intacta, como
el lujo en los aperos. Esas lejanas yerras se resisten a ser olvidadas.
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(Puede hallar otras vivencias en:
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