sábado, 14 de julio de 2012

EL MÉDICO DE LA COLONIA

 EL MÉDICO DE LA COLONIA                                                                por Nicolás Rapaport

“Las fiestas pantagruélicas, como las de los casamientos, dejaban secuelas en los que comieron en demasía. En peregrinación constante se dirigían al Hospital de Domínguez, donde el doctor Yarcho ejercía su ministerio científico. ¡Doctor Yarcho! No cabe en una reseña como ésta su figura de héroe y de santo.  Pensad en esos médicos de las novelas del siglo XIX, descriptos por Balzac o Turgueneff, tal vez pálidamente se reflejará en vuestras mentes un retrato aproximado  de ese varón inigualado que fue el doctor Yarcho.
Cada fiesta o casamiento deparaban a ese médico sin par, un trajín agotador.
De rancho en rancho, de colonia a colonia, iba al trote de sus caballejos en maltrecha volanta a curar empachos infantiles, a sangrar viejos congestionados, a asistir a mujeres histéricas. De noche, de día, con lluvia y tormenta, por caminos intransitables, hundiéndose en riachos pantanosos, helándose con el cierzo o ardiendo bajo el bravío sol. - ¿Importaba acaso caer en un barranco, casi ahogarse en un arroyo crecido de tremenda correntada, desnucarse en la oscuridad de la noche sin estrellas? - No, lo que le importaba a ese doctor, símbolo de amor al prójimo, era correr con la velocidad precaria de su vehículo primitivo a atender al enfermo, aliviar su dolor, consolar al quejoso.
Para evocar la noble figura del doctor Yarcho como seguramente acostumbran hacerlo hoy las viejecitas de la colonia, rodeados de chiquillos ávidos de historias pretéritas. Junto al fuego familiar las abuelas comienzan así:    
  - Érase que se era, un médico que fue también un santo, se llamaba Noé Yarcho. Porque es esa la realidad; ese hombre bueno ya entró en la leyenda, en la conseja, en el cuento hogareño. Retrocediendo en el tiempo, se puebla mi mente de recuerdos y se ilumina su dulce y bondadosa imagen. Delgado, la faz olivácea, negro los ojos de terciopelo líquido, suave la expresión, sonriente la boca, sonrientes los ojos siempre húmedos como si cada dolor humano mereciera para él el lubricante cordial de una lágrima. Fino psicólogo, sutil ironista, amable filósofo. Al doctor Yarcho le tocó actuar en una época difícil. La ciencia médica recién iniciaba su vuelo triunfal. Aún no la respaldaban las mil y una adquisiciones que enriquecen el acervo científico que hoy ayudan al facultativo como electrocardiogramas y los esclarecimientos bacteriológicos. Su ciencia y su práctica eran las que le deparaba su talento. Pero lo que tenía, en compensación de la ausencia de elementos coadyuvantes, era un caudal de amor, de extrahumana bondad, de abnegación y de un sentido estricto de su arte, del cual hacía un sacerdocio en la más real y amplia acepción del vocablo.
Al llegar a un rancho inhospitalario y paupérrimo, su frase oportuna, una sonrisa y la acariciadora mirada de sus ojos, eran ya los precursores de su éxito. Su entrada, ante respetuosos saludos, se acompañaba de murmullos de oraciones como si un enviado de Dios fuera a asistir al enfermo. Y ése era su triunfo. La fe, la enorme absoluta fe que se tenía en su saber y en su bondad. Su optimismo, su mano leve y suave, ya significaban media batalla ganada.  En alas del viento criollo corrió por lomas y cuchillas, por aldeas y ciudades, la fama del médico judío, del médico milagrero. Caravanas de seres dolientes de todos los rincones de Entre Ríos iban en peregrinación hasta el minúsculo hospital de Domínguez en procura de la magia del gran médico, el doctor Yarcho. Junto al colono protestador y movedizo iba el fiero gaucho del Montiel sufriendo estoicamente su mal; la judía y la cristiana hermanadas en el dolor y en la esperanza, se dirigían hacia el doctor milagrero. Y para todos tenía la palabra, el gesto y el desborde de su inagotable bondad. ¡Bálsamo del doliente, consuelo del afligido! Otros tiempos, otros hombres, otra sensibilidad. La ciencia médica, como he dicho, adolecía de grandes lagunas. Era la época en que la magnesia era un remedio heroico y el apendicitis, un drama pavoroso. Si los médicos poseían pocos elementos, en cambio el público, era de una saludable ignorancia. El médico era un sacerdote cuyos ritos no se discutían. Hoy la ciencia ha enriquecido pero el público sabe, o cree saber demasiado. Otros tiempos, otros hombres, otra sensibilidad. A buen seguro que hoy, época de uñas, garras y dientes, o lo mataba a disgustos la gente o lo perseguían sus colegas por competencia desleal. Hoy evoco su dulce y suave sombra y digo: ¡El pueblo te bendecía en vida doctor Yarcho y aún hoy bendice tu recuerdo inmarcesible! ¡El pueblo no olvida a los buenos, a los justos; y tú, fuiste bueno, fuiste justo!
En verdad, considero una profanación circunstancialmente dedicar unas líneas a un hombre, síntesis de altruismo, de generosidad, de abnegación y alma misericordiosa. Aparecerá un biógrafo de talla para exaltar la labor de tan extraordinario varón. Hasta tanto, desearía que su imagen se volcara en mármol o bronce, que exornara los jardines de nuestros hospitales y que sanos y enfermos, profanos y médicos, al pasar a su vera mirando su busto murmuren como una plegaria esta frase de las abuelas de las colonias: ¡Érase que se era un médico que también fue un santo!"

                                                                       * * *                          oscarpascaner.blogspot.com               

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