UN CASAMIENTO EN LA COLONIA
UN CASAMIENTO EN LA COLONIA por Nicolás Rapaport
“La juventud crecía y comenzaron los
noviazgos. Los casamenteros, esos curiosísimos
especímenes de profesionales, mal negocio hacían en la colonia. Todos se
conocían o poco menos. Se unían las parejas por amor recíproco y afinidad
espiritual.
Un casamiento en la
Colonia era parangonable a Las Bodas de
Camacho.
Centenares de invitados
llegaban en carros, carretas, a caballo.
La fiesta duraba dos
o tres días con sus noches.
Montañas de aves,
cordilleras de bizcochos, ríos de vino y cañas.
Decenas de mujeres
aderezaban pollos, patos y gansos.
Enormes ollas de
pescado relleno preparado por las hábiles manos de las comadronas, perfumaban
el ambiente. A varias cuadras se olía el apetitoso manjar. ¿Qué misteriosa
afinidad había entre el arte obstétrico y el pescado relleno?
Hasta hoy no he
podido saber por qué eran precisamente de parteras las que tanta habilidad
tenían para preparar ese plato, maravilla gastronómica judía. Pero es un hecho
histórico.
No era concebible un
casamiento sin música. Así como la función crea el órgano, la necesidad filarmónica
creó en la Colonia a los músicos. En realidad no había más que un violinista,
llamémoslo así a quien, con loable entusiasmo rascaba las cuerdas desafinadas
de su instrumento. La cabeza inclinada acariciaba con la mejilla la caja, no
sólo oía, sino que también se deleitaba absorbiendo los ritmos acelerados de
los alegres, tijeras y otros ritmos. Con el pie marcaba el compás. Se agitaba,
se revolvía, se retorcía en consonancia con los bailarines. Su orquesta, pues era
él su director, digamos el Toscanini, la integraba un trombón enorme que
asentía y rubricaba el fervor del violinista con insistentes tum, tum, tum,
pero invariablemente a destiempo. Disentían armónicamente el violín y el
trombón en encantadora persistencia.
Ejecutaban sus
musiquillas con heroico entusiasmo pero auditivamente, deplorable. Eran los
únicos músicos de la colonia y por ende, siempre eran recibidos alegremente.
Comenzaban su
actuación cuando llevaban al tálamo a la novia cubierta con un velo. Tocaban
una quejumbrosa melodía que invitaba a llorar. Lloraban las madres,
lloraban las amigas, lloraban las comadres; todas lloraban vertiendo raudales
de lágrimas entre gimoteos y espasmos. De pronto, la brusca
transición sorpresiva, el ritmo musical se aceleraba y la doliente musiquilla
iba trocándose en un airoso alegre. Esas gimientes damas comenzaban a reir, a
golpear las manos y a danzar olvidadas de su doliente, desconcertante e
inexplicable llantina.
¿Por qué tan honda expresión de dolor? ¿Por abandonar el hogar paterno?
¿Por la pérdida de la libertad de soltera? ?¿Por el porvenir incierto? No lo dilucidé hasta hoy, el hecho es que se
lamentaban concienzudamente.
Era costumbre
tradicional obsequiar a los novios en su fiesta nupcial. Ese simpático hábito, transportado
a la colonia, interrumpía las danzas y el músico, generalmente, oficiaba de
locutor. Encaramado sobre un banco comenzaba a anunciar quién y qué regalaba cada invitado. Se iniciaba la
descripción con los objetos más valiosos, seguía luego con los menos
importantes. La ceremonia comenzaba con un alegre como fondo musical y se
iniciaba el acto a toda voz:
- Los padres del novio obsequia a la novia un vestido de terciopelo que
perteneció a la abuela del novio y un par de aros de oro.
Gritos de admiración
y aprobación por esa magnificencia y un ataque de los músicos con dos compases
de su invariable alegre. Pregonaba enseguida el obsequio de un reloj de plata
para el novio por parte de los padres de la novia.
Luego seguía mencionando los regalos de más valor hasta el de dos
cucharitas de plata.
Después de nombrar cada obsequio, dos compases de la
musiquilla alusiva, siempre la misma.
No rían amigos.
Sonrían con benevolencia por esa costumbre lejana, superada ya, pero que aún
hoy me conmueve por su sencillez, su simplísima e ingenua belleza llena de
encanto y esforzada generosidad”.
* * * oscarpascaner.blogspot.com
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