sábado, 14 de julio de 2012

LA INDUMENTARIA EN LA COLONIA

LA  INDUMENTARIA EN LA COLONIA                                              por Nicolás Rapaport

“La primera cosecha había colmado los flacos bolsillos. Pequeñas parcelas sembradas rendían enormes pilas de bolsas de trigo. Pese al exiguo precio del cereal, la cantidad suplía con exceso la ambición de los noveles agricultores. 
El rendimiento prodigioso era prometedor de futuro bienestar y, hasta el probable enriquecimiento. El tema obligado de toda conversación era la cosecha, el rendimiento, la máquina trilladora.   
La Naturaleza se asociaba al júbilo general. Brillaba el sol y el suave viento mecía las espigas de oro en las cuchillas y lomadas entrerrianas.
Esos inmigrantes europeos deseaban vivir con cierto confort y, si las circunstancias económicas lo permitían, nada faltaba en su hogar. De ahí que algunos colonos viajaran a Buenos Aires para adquirir los indispensables trebejos y modestos muebles que les eran imprescindibles. Los mozos encargaban trajes, camisas, corbatas y toda vestimenta que consideraban indispensables para el buen parecer en fiestas y casamientos. Los padres, cumpliendo el pedido, compraban a ojos de cubero y, claro está, hubo algunos errores pero ¿qué importaba eso? 
La belleza, la distinción y la gracia de las prendas compensaban la deficiencia de exactitud métrica.
Los noviazgos en la Colonia rara vez se prolongaban demasiado. 
Sólo se dilataba la boda por motivos fundamentales como la enfermedad de algún familiar o la proximidad de la cosecha. 
El casamiento de Nute y Clarita fue diferido varias veces dando pábulo a chismorreos y comentarios. 
Cuando se fijó la fecha definitiva, una locura, una fiebre invadió y se posesionó de la quieta y sosegada Colonia.  Cada cual deseaba superar al prójimo en el vestir. Volcáronse baúles y salieron a la luz prendas de todo color y pelaje de inverosímil corte de épocas no recordadas ni ubicables en las crónicas de la moda.  
Adolfo Rabinovich, que a diario vestía con garbo gaucho las bombachas que lo acriollaban, dio la nota culminante con el traje que le compraron en la Capital. 
Dudo que vuestra fantasía vuele tan alto como para poder concebir tanta belleza. Imaginaos unos pantalones a bastones celestes y blancos, aquí y allá, una tenue línea verde. A nuestro héroe, de exigua estatura, el pantalón algo largo se acordeonaba sin que los tiradores y el cinturón pudieran remediarlo; los bolsillos, en vez de quedarle a los costados, los tenía hacia adelante. ¡Qué pantalón! 
Y el chaleco… Ese chaleco necesitaría, para ser descripto, toda la inspiración de un poeta. Esa prenda, creación fantástica, quimera hecha chaleco, era color crema desleída salpicado de puntitos rojos, azules y verdes en forma de tréboles. ¡Una preciosidad! ¡Un encanto para la vista! Completaba su indumentaria algo híbrida, un jaquet que, para jaquet era demasiado corto y para saco, demasiado largo; tampoco era levita; en una palabra, era una prenda hiperbólica, única en su género, especie y variedad. Su color armonizaba con el del pantalón y del chaleco; era de tonalidad marrón como canela húmeda. A decir verdad, la prenda le sobraba de mangas en absoluta consonancia con el pantalón. La creación de las hombreras estaban en el limbo, le caían los hombros hasta la mitad de los brazos; lloraba la prenda, según la expresión de una comadre, pero a pesar de todo ¡qué elegante! ¡Pobres ilusos los que pretendieron vanamente competir con Adolfo Rabinovich! Con ese chaleco… ¡quedaron vencidos!
Los viejos se trajeaban en forma singular y en absoluta contravención de la armonía y la lógica: de levita, camisa de pechera dura, cuello holgado y sin corbata, o, con corbata pero sin cuello y… con botas. Arbitrarios y personales. Las mujeres vestían, para esas fiestas, según las edades. Las ancianas, humildes y taciturnas, con trajes de seda negra y pañuelos en la cabeza; las de edad media se preocupaban de la moda, moda con diez años de retraso. Existía entonces un adminículo llamado polizón, una suerte de gran medialuna rellena de algodón, con dos cordones largos en sus extremos; se colocaba en la cintura bajo las polleras de manera que formaba una prominencia posterior de unos veinte centímetros. Los chiquillos nos entreteníamos colocándoles, en esos balcones posteriores, cáscaras de maníes, haciendo apuestas a si se caerían o no al caminar. Mi cabeza rapada sufrió coscorrones a causa de ese juego.                                                              
Diré algo que no se me ha de creer fácilmente. Las muchachas vestían con tan elegante sencillez, con tan discreto gusto, que a fe, las niñas de hoy, no las aventajan. Vestiditos de percal, crujientes las bien almidonadas enaguas, peinadas con raya al medio, muy estirado el cabello en largas trenzas y al final, una cinta de seda. Sin rouge, sin polvos, sin cremas, sin rímel. Sólo agua fresca y jabón. Las más coquetas se perfumaban con agua florida.
Niñas de ayer, abuelas de hoy ¿recordáis vuestras lindas caritas que se reflejaban en el agua fresca de las tinas?
Yo las recuerdo y añoro la dulcedumbre del pasado simple, ingenuo, primitivo y honesto.  
Hoy, vuestras caras, y también la mía, lucen surcos impresos por el arar de los años, por el dolor de la vida pero, en el fondo de vuestros ojos, que han llorado, se vislumbra la lejana frescura, la pasada belleza y, viejo yo también, rindo pleitesía a vuestra pretérita juventud y me descubro ante vosotras: ¡Abuelitas de hoy, lindas mozas de ayer!”

                                                                 * * *                              oscarpascaner.blogspot.com

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