sábado, 14 de julio de 2012

LEONCITO

LEONCITO                                                                                          por Oscar Pascaner
     Mi abuelo paterno, Benjamín Gregorio Pascaner fue maestro en la escuela primaria de la Colonia Lucienville XI, una de las muchas fundadas en Entre Ríos por la Jewish Colonization Association, la empresa colonizadora del barón Mauricio de Hirsch.  
En el año 1905 mi abuelo se desvinculó de esa Empresa Colonizadora para abrir su escuela particular en el pueblo entrerriano de Mansilla, con la autorización del señor Comisionado Seccional de la Enseñanza, don Agripinio Figuerero.  
En marzo de 1910 Benjamín Gregorio tenía 34 años de edad, su esposa Fanny 33, y sus hijos: Leonardo (Leoncito) 9 años, Juanita 4 y Aída 2. Aguardaban el nacimiento de otro niño. Mi abuela entró en el último tramo de su embarazo. Mediante carta,  su esposo (mi abuelo paterno), solicitó la presencia a sus padres, agricultores en la Colonia Espíndola ubicada en un paraje del departamento Villaguay. 
Viajaron desde esa aldea hasta la Estación Clara para tomar el tren, que después de
hacer dos trasbordos, llegó a la Estación Mansilla cinco horas después. 
Al descender no vieron a su hijo entre quienes se hallaban en la estación. 
El Jefe supuso que serían los padres del maestro Pascaner, se acercó y les dijo:  
  - Su hijo vino a esperarlos, se encontraba conversando conmigo cuando se sintió algo descompuesto y lo llevaron a la botica. -les dijo indicándoles donde quedaba. 
En el almacén y botica preguntaron por su hijo, el maestro Pascaner. 
  - Siento decirles que falleció. 
Acongojados y desconcertados por la muerte repentina de su hijo de 34 años, se dirigieron a la vivienda para darle la trágica noticia a la esposa. 
Fanny se desmayó y sufrió reiterados soponcios que pusieron en riesgo su vida. 
El pueblo de Mansilla no tenía médico; el más cercano se encontraba en Gualeguay. 
Los soponcios sufridos por Fanny, mi abuela, hicieron que el bebé, que nació quince días después, padezca de serios problemas cardiorrespiratorios. 
La sufrida madre viajó a la Capital Federal a casa de su hermana María, con sus dos hijitas y el recién nacido para hacerlo atender en el Hospital de Niños.
Con hondo dolor aceptó que sus suegros se hagan cargo de Leoncito, su hijo mayor.
Sumidos en el dolor sus abuelos regresaron con el niño a la Colonia en la que vivían y tenían su parcela de tierra.     
La escuelita de esa colonia sólo tenía 1° y 2° grado, y Leoncito ya había comenzado a cursar tercer grado en la escuela de su padre. 
Su abuelo, decidido a que el niño continúe sus estudios, expuso esa situación ante el propietario del almacén en el que realizaba sus compras en el pueblo llamado Clara, donde la escuela tenía hasta tercer grado, que para ese entonces (mayo de 1910) era el nivel completo de la instrucción primaria. Después de una negativa, la insistencia de mi bisabuelo, el propietario del comercio y su esposa, le dijeron:  
  - Alojaremos al niño y seremos sus tutores a cambio de que trabaje en el almacén.
El abuelo inscribió al niño en la escuelita de la localidad de Clara. Fue atendido por el señor Moisés Ulfhon, quien sería su maestro.
El maestro, compadeció del niño en el que su rostro trasuntaba su sufrimiento, hacía todo lo posible por brindarle contención y afecto, permitiéndole quedarse junto a él durante los recreos. Respondiendo a sus preguntas, le dijo:   
 - No, no puedo dormir. Acostado en el mostrador del almacén que me sirve de lecho, me paso las noches llorando la muerte de mi padre y la ausencia de mi madre y mis hermanitas. Mis tutores sólo me hablan para darme órdenes, hacé esto y aquello, traé tal cosa del depósito. No esperes que te lo diga, andá reponiendo lo que falta en los estantes. No te distraigas. Tu trabajo no compensa el plato de comida que te damos. 
Un día, su buen maestro le entregó un pequeño arbolito plantado en un tarro, y le dijo: 
- Por ser un buen niño te confiaré el cuidado de este brachichito. Ahora tendrás dos vidas a cuidar, la tuya y la de este arbolito. Prométeme que te cuidarás y cuidarás a este arbolito. 
  - Se lo prometo maestro, pero usted debe hablar con la señora del almacén para que me permita tenerlo en el patio.
  - Yo hablaré con ella y con su esposo.
A partir de ese día el niño se mostró más dispuesto para el estudio y el cuidado del "arbolito del maestro".

Al concluir el ciclo de enseñanza elemental, el señor Ulfhon le hizo prometer que mantendría el contacto con él. 
Así lo hizo. Su buen maestro lo aconsejaba y le prestaba algún libro para ampliar los conocimientos adquiridos en el tercer grado. 
Cierto día que lo halló con un libro abierto le dijo: 
 - Maestro, usted ya sabe todo lo que hay que saber ¡por qué sigue estudiando?
 - Te equivocas, yo no sé todo lo que hay que saber, a nadie le alcanza su vida para aprender todo lo que quisiera. Los libros son los mejores amigos y te alejan de las malas compañías. Debes saber elegir a quien deseas como amigo, debe ser alguien bueno como tú. La vida te enseñará a emular los buenos hábitos y costumbres. 

(Esa etapa de la infancia de mi padre me la narró el señor Moisés Ulfhon, que ya retirado de la docencia, se instaló en Domínguez con un local de útiles escolares).  

Leoncito contaba 12 años cuando su tío Mauricio Pascaner, que trabajaba como recibidor de granos, al llegar a Estación Clara para verificar las semillas de trigo que compraría la firma para la que trabajaba, se enteró que necesitaban un mensajero.

Habló con el Jefe, el señor Sobrero, pidiéndole que tome a su sobrino Leonardo para cubrir ese puesto. 
Leonardo Pascaner (al que su madre llamaba Leoncito) ingresó a trabajar de mensajero en Estación Clara del Ferrocarril Entre Ríos. Su trabajo consistía en llevar a domicilio los telegramas que se recibían y algunas otras tareas de menor importancia. 
En ese entonces las Estaciones de Ferrocarril prestaban el servicio de telegramas, las Estafetas Postales se limitaban a despachar y recibir correspondencia. 
Ese niño que con el tiempo sería mi padre, aprendió el código Morse y a manipular el telégrafo, además de las otras tareas que hacían los empleados ferroviarios.  
Los domingos, día de su descanso semanal visitaba a su buen maestro que inculcó en él, el hábito por la lectura. Cuando una de sus tías se casó con un colono de la Colonia Spangemberg, a tres kilómetros de Clara, solía visitarla algún domingo.  (Muchos años después recordaba los riquísimos arrollados de fina masa, rellenos con dulce puré de calabazas cocidos en el horno de barro, que hacía esa tía). 
Con los cuatro pasajes gratuitos al año, que le otorgaba el Ferrocarril, viajaba a Buenos Aires para visitar a su madre y sus hermanitas que se quedaron a vivir en la casa de su tía María, la hermana de su madre.  
El hermanito que había nacido con problemitas de salud falleció a sus cinco años. 
Cuando el Ferrocarril lo nombró relevante, para cubrir en distintas estaciones el cargo de algún empleado con licencia por enfermedad o vacaciones, le llevó el brachichito a su maestro.
  - No, querido muchacho, es tuyo. Fue mi recurso para asignarte una obligación que te ayudara a soportar la pérdida de tu padre. Me alegra ver cuánto crecieron tú y él. Ahora tengo la convicción de que se cumplirá mi sueño, ver que ambos son dos lindos ejemplares de vida, llévalo contigo donde tengas que ir. Recuerda cambiar su maceta a medida que crezca, y que sus nutrientes estarán en la buena tierra que le aportarás y tus nutrientes en los buenos libros. Cuando encuentres "tu lugar" en este país, trasplántalo al suelo para que al verlo, te acuerdes de este maestro que mucho te quiere.
  - Gracias maestro -le dijo estrechándolo en un apretado abrazo de gratitud.

Al enrolarse Leonardo Pascaner solicitó que le agreguen Gregorio como segundo nombre; así se llamaba su padre. Conforme a ese pedido, su libreta de enrolamiento se extendió con el nombre de Leonardo Gregorio Pascaner.  

Leonardo Gregorio Pascaner cumplió la función de relevante hasta los 24 años, en los que fue de una estación a otra llevando siempre consigo el brachichito que le regaló su maestro y, muchas veces pensó cuánto lo ayudó ese arbolito en su vida lejos de su madre y hermanas y el sagrado recuerdo de su padre fallecido tan joven. Al regar el brachichito, o cambiar su maceta por otra más grande, evocaba a su buen maestro y sus palabras “Deseo que tú y este arbolito se conviertan en espléndidos ejemplares de vida”. Su padre y su maestro fueron sus referentes en su vida.
A los 24 años se postuló para el cargo de Jefe de Estación Domínguez, y se lo dieron. En la Colonia San Gregorio, la más cercana a la Estación Domínguez, tenía su campo un hermano de su madre            

Convencido que ese "era su lugar en el mundo", trasplantó el brachichito al patio de la vivienda adosada a la estación, asignada al Jefe de Estación.            

                                                                                * * *                        oscarpascaner.blogspot.com      

RUSOS ALEMANES

                                                                                                                              
Lucía Gálvez, investigadora de la temática inmigratoria, ha realizado un excelente trabajo titulado “Historias de Inmigración” entrevistando a representantes de distintas comunidades.  
En noviembre del 2001 entrevistó al padre Sebastián Glassmann quien le habló de los rusos alemanes, hoy reconocidos como alemanes del Volga.
                                                                                                                                    por Lucía Gálvez
“Tanto entre los evangélicos como entre los católicos, -relata el padre Sebastián Glassmann- los domingos y en las fiestas religiosas de sus iglesias, toda la comunidad asistía al templo para participar del respectivo culto. Esos días sólo se hacían las tareas de la casa y se daba de comer y beber al ganado. Oraban al comenzar el día y al retirarse a descansar, antes y después de comer. Lo curioso es que, católicos y protestantes, después de tantos siglos de separación, usaban las mismas fórmulas en sus oraciones cotidianas. Cumplían los ayunos y respetaban a los sacerdotes, pastores y maestros, dándoles un trato reverencial. 
Lo que más los mantuvo unidos fue la música. Había canciones para todos los acontecimientos, profanos y religiosos; desde el nacimiento a la muerte. Donde más se cantaba era en la iglesia y donde se hacía más música y baile era en los casamientos. La costumbre y los rituales del “casamentero” perduraron en las colonias argentinas hasta mediados del siglo XX. Un dato curioso es que aquí se invirtieron las cantidades de aldeas protestantes o católicas; mientras en tierras del Volga la proporción había sido de un setenta por ciento de aldeas protestantes y un treinta por ciento católicas, en Argentina sucedió lo contrario, fueron más las católicas que las protestantes. 
Las relaciones entre distintas confesiones, igual que con los “gauchos judíos” de las colonias del barón de Hirsch, siempre fueron excelentes. 
Recuerdo que mis padres hacían las compras grandes en Basavilbaso, un pueblo habitado casi exclusivamente por inmigrantes judíos. Tenían almacenes al por mayor, almacenamiento de cereales, etc. 
Los primeros médicos de Santa Anita, muy bien recordados, fueron judíos. 
Recién después de 1950 empieza a haber matrimonios mixtos, es decir, con criollos o con hijos de inmigrantes que no eran de origen alemán. Así como se mezclan los sonidos de polcas, valses, chamarritas, chamamés".

                                                                   *

El padre Sebastián Glassmann -dice como corolario Lucía Gálvez- cree que en la Argentina se está forjando, lentamente, la síntesis que nos llevarará al mayor conocimiento y comprensión de todos los pueblos que la habitan, sin dejar por eso de recordar y valorar sus diversos orígenes.

                                                                        * * *

La población entrerriana, originalmente conformada por gauchos y criollos, se acrecentó con la llegada de gran cantidad de inmigrantes procedentes de diversos países europeos. Al conocerse, 
fueron dejando de lado los ancestrales prejuicios que tenían hacia otras culturas. 

                                                                                                                       oscarpascaner.blogspot.com

EL MÉDICO DE LA COLONIA

 EL MÉDICO DE LA COLONIA                                                                por Nicolás Rapaport

“Las fiestas pantagruélicas, como las de los casamientos, dejaban secuelas en los que comieron en demasía. En peregrinación constante se dirigían al Hospital de Domínguez, donde el doctor Yarcho ejercía su ministerio científico. ¡Doctor Yarcho! No cabe en una reseña como ésta su figura de héroe y de santo.  Pensad en esos médicos de las novelas del siglo XIX, descriptos por Balzac o Turgueneff, tal vez pálidamente se reflejará en vuestras mentes un retrato aproximado  de ese varón inigualado que fue el doctor Yarcho.
Cada fiesta o casamiento deparaban a ese médico sin par, un trajín agotador.
De rancho en rancho, de colonia a colonia, iba al trote de sus caballejos en maltrecha volanta a curar empachos infantiles, a sangrar viejos congestionados, a asistir a mujeres histéricas. De noche, de día, con lluvia y tormenta, por caminos intransitables, hundiéndose en riachos pantanosos, helándose con el cierzo o ardiendo bajo el bravío sol. - ¿Importaba acaso caer en un barranco, casi ahogarse en un arroyo crecido de tremenda correntada, desnucarse en la oscuridad de la noche sin estrellas? - No, lo que le importaba a ese doctor, símbolo de amor al prójimo, era correr con la velocidad precaria de su vehículo primitivo a atender al enfermo, aliviar su dolor, consolar al quejoso.
Para evocar la noble figura del doctor Yarcho como seguramente acostumbran hacerlo hoy las viejecitas de la colonia, rodeados de chiquillos ávidos de historias pretéritas. Junto al fuego familiar las abuelas comienzan así:    
  - Érase que se era, un médico que fue también un santo, se llamaba Noé Yarcho. Porque es esa la realidad; ese hombre bueno ya entró en la leyenda, en la conseja, en el cuento hogareño. Retrocediendo en el tiempo, se puebla mi mente de recuerdos y se ilumina su dulce y bondadosa imagen. Delgado, la faz olivácea, negro los ojos de terciopelo líquido, suave la expresión, sonriente la boca, sonrientes los ojos siempre húmedos como si cada dolor humano mereciera para él el lubricante cordial de una lágrima. Fino psicólogo, sutil ironista, amable filósofo. Al doctor Yarcho le tocó actuar en una época difícil. La ciencia médica recién iniciaba su vuelo triunfal. Aún no la respaldaban las mil y una adquisiciones que enriquecen el acervo científico que hoy ayudan al facultativo como electrocardiogramas y los esclarecimientos bacteriológicos. Su ciencia y su práctica eran las que le deparaba su talento. Pero lo que tenía, en compensación de la ausencia de elementos coadyuvantes, era un caudal de amor, de extrahumana bondad, de abnegación y de un sentido estricto de su arte, del cual hacía un sacerdocio en la más real y amplia acepción del vocablo.
Al llegar a un rancho inhospitalario y paupérrimo, su frase oportuna, una sonrisa y la acariciadora mirada de sus ojos, eran ya los precursores de su éxito. Su entrada, ante respetuosos saludos, se acompañaba de murmullos de oraciones como si un enviado de Dios fuera a asistir al enfermo. Y ése era su triunfo. La fe, la enorme absoluta fe que se tenía en su saber y en su bondad. Su optimismo, su mano leve y suave, ya significaban media batalla ganada.  En alas del viento criollo corrió por lomas y cuchillas, por aldeas y ciudades, la fama del médico judío, del médico milagrero. Caravanas de seres dolientes de todos los rincones de Entre Ríos iban en peregrinación hasta el minúsculo hospital de Domínguez en procura de la magia del gran médico, el doctor Yarcho. Junto al colono protestador y movedizo iba el fiero gaucho del Montiel sufriendo estoicamente su mal; la judía y la cristiana hermanadas en el dolor y en la esperanza, se dirigían hacia el doctor milagrero. Y para todos tenía la palabra, el gesto y el desborde de su inagotable bondad. ¡Bálsamo del doliente, consuelo del afligido! Otros tiempos, otros hombres, otra sensibilidad. La ciencia médica, como he dicho, adolecía de grandes lagunas. Era la época en que la magnesia era un remedio heroico y el apendicitis, un drama pavoroso. Si los médicos poseían pocos elementos, en cambio el público, era de una saludable ignorancia. El médico era un sacerdote cuyos ritos no se discutían. Hoy la ciencia ha enriquecido pero el público sabe, o cree saber demasiado. Otros tiempos, otros hombres, otra sensibilidad. A buen seguro que hoy, época de uñas, garras y dientes, o lo mataba a disgustos la gente o lo perseguían sus colegas por competencia desleal. Hoy evoco su dulce y suave sombra y digo: ¡El pueblo te bendecía en vida doctor Yarcho y aún hoy bendice tu recuerdo inmarcesible! ¡El pueblo no olvida a los buenos, a los justos; y tú, fuiste bueno, fuiste justo!
En verdad, considero una profanación circunstancialmente dedicar unas líneas a un hombre, síntesis de altruismo, de generosidad, de abnegación y alma misericordiosa. Aparecerá un biógrafo de talla para exaltar la labor de tan extraordinario varón. Hasta tanto, desearía que su imagen se volcara en mármol o bronce, que exornara los jardines de nuestros hospitales y que sanos y enfermos, profanos y médicos, al pasar a su vera mirando su busto murmuren como una plegaria esta frase de las abuelas de las colonias: ¡Érase que se era un médico que también fue un santo!"

                                                                       * * *                          oscarpascaner.blogspot.com               

LA INDUMENTARIA EN LA COLONIA

LA  INDUMENTARIA EN LA COLONIA                                              por Nicolás Rapaport

“La primera cosecha había colmado los flacos bolsillos. Pequeñas parcelas sembradas rendían enormes pilas de bolsas de trigo. Pese al exiguo precio del cereal, la cantidad suplía con exceso la ambición de los noveles agricultores. 
El rendimiento prodigioso era prometedor de futuro bienestar y, hasta el probable enriquecimiento. El tema obligado de toda conversación era la cosecha, el rendimiento, la máquina trilladora.   
La Naturaleza se asociaba al júbilo general. Brillaba el sol y el suave viento mecía las espigas de oro en las cuchillas y lomadas entrerrianas.
Esos inmigrantes europeos deseaban vivir con cierto confort y, si las circunstancias económicas lo permitían, nada faltaba en su hogar. De ahí que algunos colonos viajaran a Buenos Aires para adquirir los indispensables trebejos y modestos muebles que les eran imprescindibles. Los mozos encargaban trajes, camisas, corbatas y toda vestimenta que consideraban indispensables para el buen parecer en fiestas y casamientos. Los padres, cumpliendo el pedido, compraban a ojos de cubero y, claro está, hubo algunos errores pero ¿qué importaba eso? 
La belleza, la distinción y la gracia de las prendas compensaban la deficiencia de exactitud métrica.
Los noviazgos en la Colonia rara vez se prolongaban demasiado. 
Sólo se dilataba la boda por motivos fundamentales como la enfermedad de algún familiar o la proximidad de la cosecha. 
El casamiento de Nute y Clarita fue diferido varias veces dando pábulo a chismorreos y comentarios. 
Cuando se fijó la fecha definitiva, una locura, una fiebre invadió y se posesionó de la quieta y sosegada Colonia.  Cada cual deseaba superar al prójimo en el vestir. Volcáronse baúles y salieron a la luz prendas de todo color y pelaje de inverosímil corte de épocas no recordadas ni ubicables en las crónicas de la moda.  
Adolfo Rabinovich, que a diario vestía con garbo gaucho las bombachas que lo acriollaban, dio la nota culminante con el traje que le compraron en la Capital. 
Dudo que vuestra fantasía vuele tan alto como para poder concebir tanta belleza. Imaginaos unos pantalones a bastones celestes y blancos, aquí y allá, una tenue línea verde. A nuestro héroe, de exigua estatura, el pantalón algo largo se acordeonaba sin que los tiradores y el cinturón pudieran remediarlo; los bolsillos, en vez de quedarle a los costados, los tenía hacia adelante. ¡Qué pantalón! 
Y el chaleco… Ese chaleco necesitaría, para ser descripto, toda la inspiración de un poeta. Esa prenda, creación fantástica, quimera hecha chaleco, era color crema desleída salpicado de puntitos rojos, azules y verdes en forma de tréboles. ¡Una preciosidad! ¡Un encanto para la vista! Completaba su indumentaria algo híbrida, un jaquet que, para jaquet era demasiado corto y para saco, demasiado largo; tampoco era levita; en una palabra, era una prenda hiperbólica, única en su género, especie y variedad. Su color armonizaba con el del pantalón y del chaleco; era de tonalidad marrón como canela húmeda. A decir verdad, la prenda le sobraba de mangas en absoluta consonancia con el pantalón. La creación de las hombreras estaban en el limbo, le caían los hombros hasta la mitad de los brazos; lloraba la prenda, según la expresión de una comadre, pero a pesar de todo ¡qué elegante! ¡Pobres ilusos los que pretendieron vanamente competir con Adolfo Rabinovich! Con ese chaleco… ¡quedaron vencidos!
Los viejos se trajeaban en forma singular y en absoluta contravención de la armonía y la lógica: de levita, camisa de pechera dura, cuello holgado y sin corbata, o, con corbata pero sin cuello y… con botas. Arbitrarios y personales. Las mujeres vestían, para esas fiestas, según las edades. Las ancianas, humildes y taciturnas, con trajes de seda negra y pañuelos en la cabeza; las de edad media se preocupaban de la moda, moda con diez años de retraso. Existía entonces un adminículo llamado polizón, una suerte de gran medialuna rellena de algodón, con dos cordones largos en sus extremos; se colocaba en la cintura bajo las polleras de manera que formaba una prominencia posterior de unos veinte centímetros. Los chiquillos nos entreteníamos colocándoles, en esos balcones posteriores, cáscaras de maníes, haciendo apuestas a si se caerían o no al caminar. Mi cabeza rapada sufrió coscorrones a causa de ese juego.                                                              
Diré algo que no se me ha de creer fácilmente. Las muchachas vestían con tan elegante sencillez, con tan discreto gusto, que a fe, las niñas de hoy, no las aventajan. Vestiditos de percal, crujientes las bien almidonadas enaguas, peinadas con raya al medio, muy estirado el cabello en largas trenzas y al final, una cinta de seda. Sin rouge, sin polvos, sin cremas, sin rímel. Sólo agua fresca y jabón. Las más coquetas se perfumaban con agua florida.
Niñas de ayer, abuelas de hoy ¿recordáis vuestras lindas caritas que se reflejaban en el agua fresca de las tinas?
Yo las recuerdo y añoro la dulcedumbre del pasado simple, ingenuo, primitivo y honesto.  
Hoy, vuestras caras, y también la mía, lucen surcos impresos por el arar de los años, por el dolor de la vida pero, en el fondo de vuestros ojos, que han llorado, se vislumbra la lejana frescura, la pasada belleza y, viejo yo también, rindo pleitesía a vuestra pretérita juventud y me descubro ante vosotras: ¡Abuelitas de hoy, lindas mozas de ayer!”

                                                                 * * *                              oscarpascaner.blogspot.com

UN CASAMIENTO EN LA COLONIA

UN CASAMIENTO EN LA COLONIA                                           por Nicolás Rapaport

“La juventud crecía y comenzaron los noviazgos. Los casamenteros, esos curiosísimos especímenes de profesionales, mal negocio hacían en la colonia. Todos se conocían o poco menos. Se unían las parejas por amor recíproco y afinidad espiritual.
Un casamiento en la Colonia era parangonable a Las Bodas de Camacho. 
Centenares de invitados llegaban en carros, carretas, a caballo.
La fiesta duraba dos o tres días con sus noches.
Montañas de aves, cordilleras de bizcochos, ríos de vino y cañas.             
Decenas de mujeres aderezaban pollos, patos y gansos.  
Enormes ollas de pescado relleno preparado por las hábiles manos de las comadronas, perfumaban el ambiente. A varias cuadras se olía el apetitoso manjar. ¿Qué misteriosa afinidad había entre el arte obstétrico y el pescado relleno? 
Hasta hoy no he podido saber por qué eran precisamente de parteras las que tanta habilidad tenían para preparar ese plato, maravilla gastronómica judía. Pero es un hecho histórico.
No era concebible un casamiento sin música. Así como la función crea el órgano, la necesidad filarmónica creó en la Colonia a los músicos. En realidad no había más que un violinista, llamémoslo así a quien, con loable entusiasmo rascaba las cuerdas desafinadas de su instrumento. La cabeza inclinada acariciaba con la mejilla la caja, no sólo oía, sino que también se deleitaba absorbiendo los ritmos acelerados de los alegres, tijeras y otros ritmos. Con el pie marcaba el compás. Se agitaba, se revolvía, se retorcía en consonancia con los bailarines.  Su orquesta, pues era él su director, digamos el Toscanini, la integraba un trombón enorme que asentía y rubricaba el fervor del violinista con insistentes tum, tum, tum, pero invariablemente a destiempo. Disentían armónicamente el violín y el trombón en encantadora persistencia.
Ejecutaban sus musiquillas con heroico entusiasmo pero auditivamente, deplorable. Eran los únicos músicos de la colonia y por ende, siempre eran  recibidos alegremente.
Comenzaban su actuación cuando llevaban al tálamo a la novia cubierta con un velo. Tocaban una quejumbrosa melodía que invitaba a llorar. Lloraban las madres, lloraban las amigas, lloraban las comadres; todas lloraban vertiendo raudales de lágrimas entre gimoteos y espasmos. De pronto, la brusca transición sorpresiva, el ritmo musical se aceleraba y la doliente musiquilla iba trocándose en un airoso alegre. Esas gimientes damas comenzaban a reir, a golpear las manos y a danzar olvidadas de su doliente, desconcertante e inexplicable llantina.
¿Por qué tan honda expresión de dolor? ¿Por abandonar el hogar paterno? ¿Por la pérdida de la libertad de soltera? ?¿Por el porvenir incierto?  No lo dilucidé hasta hoy, el hecho es que se lamentaban concienzudamente.
Era costumbre tradicional obsequiar a los novios en su fiesta nupcial. Ese simpático hábito, transportado a la colonia, interrumpía las danzas y el músico, generalmente, oficiaba de locutor. Encaramado sobre un banco comenzaba a anunciar quién  y qué regalaba cada invitado. Se iniciaba la descripción con los objetos más valiosos, seguía luego con los menos importantes. La ceremonia comenzaba con un alegre como fondo musical y se iniciaba el acto a toda voz:
  - Los padres del novio obsequia a la novia un vestido de terciopelo que perteneció a la abuela del novio y un par de aros de oro.
Gritos de admiración y aprobación por esa magnificencia y un ataque de los músicos con dos compases de su invariable alegre. Pregonaba enseguida el obsequio de un reloj de plata para el novio por parte de los padres de la novia. 
Luego seguía mencionando los regalos de más valor hasta el de dos cucharitas de plata. 
Después de nombrar cada obsequio, dos compases de la musiquilla alusiva, siempre la misma.
No rían amigos. Sonrían con benevolencia por esa costumbre lejana, superada ya, pero que aún hoy me conmueve por su sencillez, su simplísima e ingenua belleza llena de encanto y esforzada generosidad”.

                                                                  * * *                              oscarpascaner.blogspot.com

EL CHACARERO INMIGRANTE Y SU MENSUAL

                                                                                                                                  
 El CHACARERO INMIGRANTE Y SU MENSUAL
                                                                                                                     por Isaías Leo Kremer            
                                                                                                                          en la compilación de Ricardo Feierstein 
                                                                                                                         “Los mejores relatos con gauchos judíos”.
                                                                                                                               
“Estoy viendo a ambos sentados bajo el añoso ombú en tarde serena y calurosa de verano: Benito, corto y retacón, de piel oscura y pelo renegrido, viste bombachas anchas y alpargatas color tiempo, cebándose mate en la calabacita; Baruj, alto, de tez clara, curtida, sentado a horcajadas en una baja silla de mimbre, sostiene su vaso de té, con guarda griega, apoyado en un platito. Cada tanto yo les llevo agua caliente y trato de escuchar las palabras de uno y otro. No son muchas; mucho más son los silencios. Don Benito arrastra años de sumisión, sólo una raza resignada como la que le dejó la impronta de su madre mapuche, puede mostrar en su rostro arrugado y bueno, la nobleza y dignidad que ningún dinero puede comprar. Don Baruj también arrastra pesares, son pesares propios de su antigua raza perseguida, pero orgullosa y tenaz. Basta con verlo caminar, erguido y elegante, parece un conde ruso recorriendo la campiña y no un modesto chacarero.
¿Qué podían tener en común el indio Benito y el judío Baruj?
Más allá de lo que Baruj trataba de explicarle al indio: que ambos nombres provienen de “bendito”, aparentemente nada. Sin embargo, una extraña alquimia une a estos seres humanos. Estos dos personajes tenían algo así como un pacto tácito de hermandad y respeto. Quizás se sentían más atados por el hecho de deberse la vida mutuamente.
Relataré como fue:  Hacía días que había caído un ternero al pozo de agua. 
Baruj decidió bajar para sacarlo mientras don Benito, desde arriba, sostenía la soga con el balde con las herramientas. El aire viciado por el olor de la osamenta hizo que Baruj se desmayara y se bamboleara en la hamaca en la que iba sentado, con el riesgo de caer en la profundidad del jagüel. Al ver eso don Benito, velozmente se ató a su cuerpo morrudo la soga que sostenía la hamaca. Tirándose hacia adelante, cinchando como un toro, con sus brazos extendidos arañaba el suelo haciendo gran esfuerzo para sacar a su amigo. La polea rechinaba, la cuerda se tensaba porque Baruj pesaba sus buenos kilos. Los dientes apretados y los gotones de sudor de Benito, no fueron en vano. Salvó a Baruj de una muerte segura.
Años después, en plena cosecha, Baruj de maquinista y Benito atendía la plataforma triguera cuando se presentó un desperfecto en la máquina. Benito se tiró debajo para repararla. Inesperadamente, el pesado armazón de hierro se desprendió cayendo sobre su pecho. No había tiempo para ir en busca de auxilio. Don Baruj prendió sus manos a la plataforma, aspiró profundo…, miró al cielo invocando quién sabe qué fuerzas divinas y, pegando un grito, que más que grito fue con un alarido clamoroso, que logró levantar la plataforma triguera, mientras yo, a la sazón era sólo un niño, ayudé a Benito a salir antes que la pesada estructura volviera a caer ruidosamente.
La unión de ambos iba más allá del hecho de deberse la vida el uno al otro. Era como si un invisible cordón de plata los uniera por encima de las palabras y los silencios. Hasta sus caballos acompasaban el tranco cuando salían al campo. Ninguno era hablador, pero ambos eran profundos. En los corrales, competían en destreza para enlazar, domar y pialar. ¿Será porque las vivencias de los hombres no son distintas aunque profesen distintas religiones o no pertenezcan al mismo grupo cultural. 
Los dos habían amado y sufrido mucho en la vida, pero encontraron la paz.
Baruj dejó a Benito como encargado de la chacra.
La Inspección de Sanidad Animal dechtectó sarna en algunas ovejas. Clausuraron el campo. Don Benito se consideró culpable de la situación y que le había fallado a su amigo. Tuvo tanta vergüenza que se escondió en el monte. Baruj salió a buscarlo. Pasaban los días y no lograba dar con él. Por fin lo encontró. Hacía días que Don Benito no comía ni bebía. No se había marchado al monte por temor a la reprimenda de Baruj porque no habría reprimenda alguna. Lo hizo porque sentía que había defraudado al amigo que depositó en él su confianza.  
Fui testigo del regreso de ambos.
El caballo de Baruj traía encabestrado al de Benito. En silencio, como siempre. 
Baruj le preparó el mate. Solícitamente cortó pan y tasajo, le insistió, cual si fuera su hermano o su hijo, para que se alimente y tome mate.
Ya no está ninguno de ellos. Yo los recuerdo y les agradezco por haberme dado un ejemplo de hermandad entre los hombres. Ese ejemplo condicionó muchos actos de mi vida. Deben estar en el cielo debajo de una nube, convidando a la gente para que comparta su mate o su té… y sus profundos silencios.

                                                                * * *                                   oscarpascaner.blogspot.com

Este conmovedor relato me trae el recuerdo de la buena relación que mantuvieron los inmigrantes chacareros con sus mensuales porque supe de varios episodios de fidelidad de los gauchos entrerrianos hacia sus empleadores y de generosa actitudes de éstos para con sus mensuales y de las amistades de los hijos de ambos y de hijos
de unos casados con hijas del otro. 
Icho Liberman se casó con una de las hijas de su mensual y vive en Domínguez. 

VISITA DEL Gdor (repetido)

VISITA DEL GOBERNADOR                                                                                                   
                                                          por Lázaro Schallman    


El Gobernador de la Provincia de Entre Ríos, Dr Miguel Laurencena; su Ministro de Gobierno Dr Antonio Sagarna; el Comandante de la 3ª División Militar General Isaac Oliveira César; el Director de la Enseñanza Profesor Alfredo Villa Alba e importante comitiva visitaron las Colonias Lucienville el día 5 de noviembre de 1917. 
Gratamente impresionados por lo que vieron decidieron extender la gira y conocer otras colonias instaladas por la Empresa Colonizadora del barón de Hirsch. 
La visita programada por un día se extendió hasta el 10 de noviembre.
En actos celebrados en Basavilbaso y Domínguez pronunció el siguiente discurso:

El Gobierno de Entre Ríos realiza, con esta excursión uno de sus más firmes anhelos, una persistente, casi obsesiva preocupación: conocer directamente y en sus variados aspectos este interesantísimo fenómeno económico, político, religioso, educacional y social argentino, particularmente entrerriano, que gravita sobre 193.731 hectáreas del territorio de la provincia y sobre casi 11.000 habitantes que, al amparo de las instituciones libres, cultivan la tierra, hacen agricultura y ganadería y las manufacturas derivadas.
Han constituído siete centros semi urbanos y sesenta colonias. Aprenden y enseñan nobles principios de trabajo, de moral y de Patria en 37 escuelas. Fomentan y hacen prosperar valiosas instituciones de solidaridad económica y social, perfeccionan la técnica productiva con el consiguiente progreso y elevación de conciencia de los trabajadores. Dan soldados a la Patria para bien defender su hogar, su libertad plena y su felicidad.
Hogar, libertad y felicidad de todos los que viven y trabajan bajo el sol glorioso de Mayo.
El Gobierno de Entre Ríos garantiza a los judíos de esta provincia el ejercicio de sus derechos de trabajo, de conciencia, de costumbres y de acción cultural sin que los repliegues de una mal entendida política se oculte la más ligera de esas prevenciones de raza o de culto con que la injusticia de siglos castigó a un pueblo dotado de las más grandes virtudes que hayan florecido sobre la tierra. No quiere este gobierno agitar una bandera sectaria ante las colonias hebreas, no viene a halagarlos con una clarinada de sionismo trasnochado; al contrario, viene a decirles que la Tierra Prometida está aquí, que aquí gozan de todas las prerrogativas inherentes a su calidad de humanos que pueden participar de todas las contingencias políticas y civiles de nuestra vida. Ya no son extranjeros de la otra orilla, ahora son ciudadanos argentinos, soberanos de un país cuya grandeza se finca en el heroísmo de sus libertadores, en las sublimes concepciones humanitarias de sus próceres civiles, en la riqueza inconmensurable de su suelo, en la generosidad con que la guerra y la paz selló la independencia de pueblos y libertad de individuos, en la amplitud y flexibilidad con que incorpora toda energía fecunda y austera al banquete de sus triunfos, sin entrar a averiguar el pigmento de su epidermis, el Dios de sus creencias, ni el arquetipo de su partido político o de su ideal estético de un país que aspira a que todos sus habitantes piensen y obren conforme a la sentencia de Terencio: “Nada Humano me es indiferente”.
El Gobierno de Entre Ríos, que auspicia los movimientos cooperativistas de los colonos judíos, que bregó para que se les considerara en igualdad de condiciones para el auxilio oficial de semillas, que puso todo interés en la averiguación de hechos que agraviaban la conciencia israelita, que concedió el descanso sabatino, porque él responde a la tolerancia de cultos que garantiza nuestra Constitución, no realizó ningún particularismo, ni procedió según normas tendenciosas para estos colonos. El Gobierno de Entre Ríos obró en cumplimiento del deber que le imponen las instituciones. Obró como la aguja de una catedral gótica que marca la inspiración Eterna hacia Regiones Superiores de Identidad y sirve para desviar las descargas de la electricidad ambiente, salvando la vida y la labor de los que sobre la tierra cumplen su misión; de los que están en el templo y fuera del templo, de gentiles y cristianos, de negros y blancos, de ancianos que pagaron ya su tributo y de niños inocentes a los que no hay derecho de envenenarles las fuentes puras del vivir.
Se ha acusado a los judíos de inadaptables a otro género de vida que el del comercio y de ser inasimilables por otros pueblos y naciones. Es un prejuicio más de los tantos que oscurecen la clara visión de las cosas, aún cuando debe decirse que la historiografía, no la historia, documenta en mucho esos errores. Se han aducido, con pretensiones cientificistas, documentos no controlados, porque al comprobar la tendencia hebrea hacia el comercio, se olvidó que nació como defensa contra las persecuciones sin reposo y contra las prohibiciones seculares de ejercer otro ramo de la actividad económica.
Se olvida que este pueblo llegó a Egipto durante la Dinastía de los Reyes Pastores y contribuyó en gran parte a labrar el emporio agrícola del Nilo.
Hizo de las tierras asoleadas y duras de Palestina, verdes praderas donde corren arroyos de leche y de miel, y hoy, han reconstruído en esas mismas tierras, desiertas ayer, colonias en las que prosperan granjas florecientes con viñas, olivos, almendros, naranjas y cereales.
Olvidan que la legislación hebraica es, cual ninguna otra, previsora y justiciera por sus consejos y mandatos para que sea la tierra el instrumento del trabajo y la felicidad. Esa legislación impone el trabajo obligatorio. Cada siete años, llamado el año séptimo del Sabath, debe dejarse descansar esa tierra para la reconstitución del fertilizado de los fundos. Y esa institución del rincón de cada parcela, que debía cultivarse para los menesterosos, que nuestra pretenciosa caridad no ha sabido copiar. Se olvida que la noble y querida madre patria se entecó en el siglo XVI, no por la conquista de América, sino porque expulsó a sus moros y judíos industriosos que cultivaban sus tierras y construían monumentos arquitectónicos, movían sus telares y fábricas y dirigían su comercio. No es mi palabra desautorizada quien lo menciona; son Martínez Mata, Ward, Ustáriz, Ulloa, Jovellanos y muchos otros historiadores importantes quienes lo afirman en sus trabajos inmortales.
Una experiencia actual y positiva, tiene en sociología, siempre más valor que una doctrina y una tradición.
El esfuerzo filantrópico de Mauricio de Hirsch, único en la historia, da sus frutos en la libre América.
Los judíos han cimentado colonias prósperas y día a día progresan en sus métodos y su organización. El judío agricultor, ganadero y fabril, se adapta a sus medios, es factor de cultura y democracia, y triunfa. Desmiente así a sus detractores. Hemos visto a Lucienville, a Domínguez y a todas sus colonias alegres, limpias, afanosas; los trigales y linares nos saludaban al pasar agitados por una brisa saludable como testimonio de cordialidad del hospedaje.
No es mucho que un gobierno democrático exprese su reconocimiento y les augure muchos triunfos en la paz augusta del trabajo libre.
No hemos venido para ocultar a nadie, ni a nosotros mismos, la verdad de lo que vimos. Aún hay más para hacer en estas colonias: ir hacia la chacra granja, independizarse, aumentar el seguro contra los riesgos agrícolas y elevar el coeficiente de vida. Pero es mucho y muy bueno lo que han hecho. 
El país puede contar con un gran factor de progreso en estas colonias.
He hablado de solidaridad y cooperación.
La Patria Argentina, donde se asientan razas, nacionalidades, credos y aptitudes tan diversas y complejas, es el mejor campo de experimentación de esas doctrinas.
Vosotros contribuís aprovechando bien los beneficios de nuestra hospitalidad y de la liberalidad no igualada de nuestras instituciones para cimentar en realidades esas felices doctrinas que creo salvadoras.
Hemos visitado nuestros campos, vuestras bibliotecas, vuestros hogares, templos, instituciones cooperativas, vuestras escuelas de positiva y honda raigambre argentinista; hemos hablado e interrogado sobre muchos asuntos a vuestros ancianos, mujeres y hombres maduros, jóvenes y niños.
Hemos visto la bandera de la Patria flamear por doquier y la hemos visto llevada como trofeo sagrado por bravos jinetes en los que el ojo experto de nuestro General ve a los tradicionales centauros de nuestra historia.
Se nos recibía en todas partes cantando el Himno Nacional y muy sugerentes canciones patrióticas. Hemos examinado a vuestros escolares y afirmamos que pueden soportar todo parangón con los alumnos de las escuelas oficiales en conocimientos de historia, geografía y agricultura nacional y regional.
Nos vamos convencidos que cuando llegue la hora y se pase lista para defender la Nación, los conscriptos y gauchos judíos estarán entre los primeros que dirán presente”.

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